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El avasallamiento del Poder Judicial de la Federación por parte del Ejecutivo es la principal y obsesiva meta del presidente López Obrador en los últimos 10 meses de su gobierno.

Con su lacayuna mayoría en el Congreso, el único contrapeso republicano que escapa a su dominio es el máximo tribunal, en tanto que a las instituciones autónomas que velan por los intereses de la sociedad civil frente a los tres Poderes las viene calumniando con la patraña de que “no sirven para nada” y ahogándolas administrativa y presupuestalmente.

Ahora de manera franca —“fuera máscaras”— tiene a tres incondicionales en el pleno de la Suprema Corte de Justicia (Arturo Zaldívar le sirvió igual, pero de manera vergonzante) y, de ganar en junio la Presidencia, el lopezobradorismo contará con una cuarta de 11 posiciones donde se requieren al menos ocho votos para anular legislaciones fraudulentas (habrá solo siete ministros para intentar, inútilmente, de impedirlo).

La regresiva 4T podrá entonces imponer leyes tan inconstitucionales como la que pretendió para que la Guardia Nacional quedara supeditada al Ejército.

Efectista como mensaje político el de la nueva ministra Lenia Batres (mucho mejor articulado que lo dicho en las improvisaciones presidenciales de las mañaneras) la evidenció jurídicamente vulnerable porque delató su crasa ignorancia de la constitucionalidad.

Jamás desde 1824 (este año se cumplen 200 de la primera Constitución) la Suprema Corte había tenido algún ministro o ministra de estrato y actitud “popular”. El cascarón de élite que la caracterizaba (hasta el venerado Juárez era un exquisito) ya se quebró.

El problema es que la coartada de lo “popular” no empata con el conocimiento especializado que se requiere para defender el estado de Derecho.

Llegó a la Corte —contrapeso sustantivo de la Presidencia y el Congreso— una ministra que desprecia la visión constitucional de la República. Para Lenia, su misión es contribuir a la instauración de una República popular, en la que nada esté por encima de las “decisiones del pueblo”, cuya dictadura se impone mediante “consultas populares” o mayorías legislativas.

Por encima de tales mayorías, supone, no debe haber nada, mucho menos una Suprema Corte como la que conocemos, porque son la “voz del pueblo”, que vale más que la Constitución, las leyes y el Poder Judicial de la Federación.

La nueva ministra buscará que la Corte adquiera ese preocupante perfil popular, apoyando las decisiones plebiscitarias del Ejecutivo y/o del cooptado Poder Legislativo, que a su juicio están por encima de la instancia encargada de que se respete la incómoda, elitista y pomposa Constitución.

Con tal visión irá muriendo el principio de protección de la constitucionalidad surgido en 1994, orientado, precisamente, a evitar la dictadura de las mayorías para dar paso descarado a decisiones que violen la ley fundamental.

Un ministro más, pues, y la cuatrotera obra de una Corte Popular quedará culminada.