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Después de la gran crisis financiera global del 2008-2009, gran parte de la década que concluyó el año pasado se caracterizó por crisis recurrentes en las finanzas públicas de varios países de la Eurozona.

Entre el 2009 y el 2015 países como Grecia, Portugal, Irlanda, e inclusive España e Italia estuvieron al borde del abismo cuando un problema de liquidez rápidamente se convertía en uno de solvencia.

La gravedad de la crisis forzó a las autoridades financieras de la Eurozona a tomar medidas extraordinarias incluyendo la acción histórica del Banco Central Europeo (BCE) para actuar como proveedor de liquidez de última instancia para el sistema bancario de los miembros de la eurozona y la ampliación de facto de su mandato para implementar un programa de estímulos cuantitativos.

En las palabras del entonces presidente del BCE, Mario Draghi, el banco central haría “lo que fuera necesario” para mantener a flote a la Eurozona. A pesar del éxito de la intervención del BCE, la recurrente crisis financiera hizo evidente los defectos fundamentales en el diseño original de la Unión Monetaria Europea que estableció al euro como moneda única.

Conforme la crisis se iba agravando, los líderes de la política y la economía europea fueron respondiendo con medidas ad-hoc de financiamiento a los países más vulnerables, pero evitando atacar el problema de origen. Con excepción de la acción histórica del BCE, las medidas de carácter fiscal se enfocaron principalmente en patear el problema hacia delante en lugar de buscar resolverlo.

La falta de una solución de fondo obligó a los líderes europeos a hablar de una mayor integración europea como solución inevitable, pero postergable. La recuperación económica a nivel global y la disminución en la aversión al riesgo que impulsó a los mercados hizo que estas conversaciones avanzaran muy lentamente.

Sin embargo, la llegada de la pandemia, su devastador impacto en la economía de la Eurozona y la necesidad inmediata de implementar medidas de apoyo fiscal y monetario para evitar una situación de depresión, obligó a los líderes de las potencias europeas a retomar y acelerar esta conversación.

El plan de estímulos liderado por Francia y Alemania, representa un gran paso hacia en la dirección correcta de una mayor integración fiscal de la Eurozona.

La mecánica de operación del paquete de estímulos implica un mayor endeudamiento a nivel Eurozona y la canalización de recursos a los países más afectados por la crisis a través de una tesorería centralizada y un régimen de transferencias fiscales.

En este régimen, como en cualquier régimen federal, los estados más ricos necesariamente tendrán que subsidiar, en cierta medida, a los más pobres. Este plan de mayor integración fiscal siempre había encontrado resistencia en Alemania que se aferraba a una política fiscal híper-conservadora y buscaba concesiones políticas a cambio de su aval.

Sin embargo, lo que no logró la crisis financiera del 2008-2009, lo logró el COVID-19. La magnitud de la crisis ha inyectado una gran dosis de pragmatismo a Alemania que ha decidido dar el primer gran paso desde la crisis financiera de la década pasada hacia una mayor integración fiscal para la Eurozona.

Por Joaquín López-Dóriga Ostolaza