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Hoy, hace exactamente seis años, el 21 de abril del 2009, vio la luz en El Economista la primera columna periodística que publiqué en la vida. Reproduzco lo primero que escribí en mi colaboración de ese afortunado día: Lector, si estás ahí, con tus dedos índice y cordial simula unas tijeras y corta el simbólico listón con el que se inaugura esta columna que marca mi debut en las lides periodísticas.

Me burlé de mí mismo y confesé que a una edad -casi 64 años- en la que podría yo ser líder del sector juvenil de la CTM, me iniciaba en el periodismo. Pero, me dije a mí mismo, no soy viejo, soy adulto en plenitud… en plenitud de colesterol.

La afirmación anterior dio pie para que informara yo que “el Instituto Baladí de Opinión Pública (Ibopu) realizó una encuesta entre hombres casados de 55 a 65 años a quienes se les preguntó: ¿Qué prefiere tener, un alto índice de colesterol o que su mujer le ponga los “cuernos”? El 97.5% de los encuestados contesto preferir tener “cuernos”. La razón: los “cuernos” no son obstáculo para comer de todo.

El título de mi segunda colaboración salió de una fotografía en la que aparecía el Nobel García Márquez con la maestra Gordillo, que había retirado su apoyo a Ricardo Fujiwara, su nieto, para ser legislador. El encabezado decía: “El cándido Gabo y la abuela desalmada”.

Apenas comencé a publicar llegó a nuestro país la Influenza Porcina en Fase 5, como la clasificó en un principio la Organización Mundial de la Salud, a la que luego llamó A/Hl/N1. La influenza que amenazó con convertirse en pandemia y que nos obligó a todos a usar cubrebocas, lavarnos las manos cada dos horas y, de ser posible, recluirnos en nuestras casas.

El 5 de mayo escribí: “Como recomendó el presidente Felipe Calderón -con la sintaxis que caracteriza a quien le escribe sus discursos- es hora de convivir con los hijos, con los hermanos, con los padres; el arreglar las cosas que están pendientes en la casa y desarrollar una integración en la familia, ahora que tendremos normas preventivas para prevenir la enfermedad”. -Oiga asté, le faltó agregar.

Comenté: “Eso de convivir con la familia está bien para una familia compuesta de mamá, papá, tres hijos -máximo-, tal vez una tía solterona -que hace las veces de ama de llaves y hasta una suegra viuda y buena onda-; en una casa con jardín, amplia estancia, donde cada quien tiene su recámara y se dispone de, cuando menos, dos y medio baños. Pero recluya usted en una casa de interés social -90 metros de construcción con todo y azotea- a una familia de papá, mamá -que comparten recámara con el más pequeño de sus hijos (ocho años)-, los otros tres hijos duermen en la misma recámara -dos niños de 10 y 12 años y una mujercita de 14- y un cuñado que vive de arrimado se acuesta en la sala cuando ésta se desocupa de las actividades televisivas -vino a probar suerte al DF y no encuentra chamba. A esto hay que agregar dos suegras de entrada por salida -se relevan, entra una y sale la otra. En tales condiciones le garantizo que antes de 72 horas de reclusión, más de dos miembros de esta hermosa familia mexicana pedirían un psicólogo a gritos y eso porque no huyeron a tiempo como los demás.

“Otra cosa que no puede seguir en pausa es la actividad económica, por más apoyo financiero que recibamos del extranjero -no contraeremos A/H1/N1 pero contraeremos deudas (…)

“A raíz de este tema algunos refranes han sido modificados, he aquí unos de ellos: “Mal de muchos A/H1/N1”. “No tiene la culpa el cerdo sino quien lo hizo culpable”. “En boca tapada no entran virus”. “Del plato al tapabocas siempre se cae la sopa”. “No dejes para marrana lo que puedas hacer oink”. “Cría cerdos y te llorarán los ojos”.

Luego de escribir durante un sexenio para esta casa editorial, siento la camiseta color durazno de El Economista como propia y considero que estoy obligado a agradecer en primer lugar a los lectores que al leerla le dan vida a mi columna. A mis jefes, que confiaron en mí y me brindaron una oportunidad: el ingeniero Jorge Nacer Gobera y mi querido amigo Alberto Vega Torres; al director editorial del periódico, el maestro Luis Miguel González; a mi editora, a la que pongo nerviosa cuando entrego tarde, Arelí Quintero, y al subeditor, del que abuso de su tiempo dos veces a la semana, Jorge Camarena. También a mi amigo con el que eventualmente trabajo en mancuerna: Salvador del Toro Chavo; así como a Pepe Soto y su equipo de Internet.

Aprovecho para manifestar mi admiración por los conocimientos y el profesionalismo de los reporteros, caricaturistas, columnistas y editorialistas de esta casa, a quienes llamar compañeros me enaltece.

Por último, hoy insisto en lo que expresé cuando empecé a publicar y que de vez en cuando reiteró: Escribo desde el punto de vista del ciudadano común. No tengo mayor información que la que tiene un lector promedio. Carezco de fuentes exclusivas; no tengo amigos -ni orejas- en las direcciones de comunicación social de ninguna dependencia. No voy a los lugares donde los políticos desayunan, comen y beben, entre otras cosas, porque nadie me invita.