El arte del toreo forma parte de la cultura popular mexicana desde sus orígenes.
El pasado miércoles, la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, autorizó reanudar las corridas de toros en la Plaza México, suspendidas desde mayo del 2022 por orden de un juez federal. Esta resolución sienta un precedente a favor de las libertades y derechos constitucionales a la cultura, a la libre concurrencia y al trabajo digno. Así mismo reanuda una actividad que produce innumerables fuentes de trabajo.
Esta noticia nos permite recordar que el arte del toreo, forma parte de la cultura popular mexicana desde sus orígenes. Escribí arte basado en una definición de Carlos Fernández Valdemoro, mejor conocido como José Alameda, quien en un ensayo publicado en la revista El Hijo Pródigo en los años cuarenta escribió: “Que el toreo tiene una intención estética, me parece indiscutible. La confusión proviene del doble papel que se ve obligado el lidiador. Para una sonata de Juan Sebastián Bach, por ejemplo, se requieren dos cosas: primero Bach y después el violoncelista que la toque. En cambio, el torero, al realizar su obra estética, tiene que ser a la vez compositor y ejecutante de la faena. Y algo más grave todavía: el violonchelo se le revuelve, lo acomete y tiene que dominarlo. Lo que demuestra que el toreo, no es sólo arte, sino fundamentalmente un arte dramático. Un arte de pasión”.
Históricamente, las corridas de toros en nuestro país tienen su origen desde la temprana época colonial. En la Quinta Carta de Relación enviada por Hernán Cortés al Rey Carlos I de España y V de Alemania, menciona que con motivo del día de San Juan, el 24 de junio de 1526, “se estaban corriendo ciertos toros”. Esta es la primera referencia de la celebración de las corridas de toros en nuestro territorio
En 1527, Juan Gutiérrez de Altamirano, primo de Cortés, importó vacas y sementales de ganado bravo fundando la primera ganadería en la Nueva España en la Hacienda de Atenco, en lo que hoy es el Estado de México.
Se sabe que don Miguel Hidalgo y Costilla, fue propietario de tres haciendas: Xaripeo, San Nicolás y Santa Rosa, en las que criaba ganado bravo. Los toros de lidia del Padre de la Patria alcanzaron renombre en las plazas del centro del país. En esas andanzas, Hidalgo conoció al torero Agustín Marroquín, al que posteriormente lo hizo capitán del ejército insurgente.
En el año 1800, en San Luis Potosí, con motivo de la inauguración del Santuario de Guadalupe, se dio un festejo taurino presidido por don Miguel Hidalgo, párroco de San Felipe y el Coronel Félix Calleja, jefe militar de la intendencia de San Luis Potosí. Partió plaza al frente del Regimiento de la Reina, Ignacio Allende, quien ejecutaba suertes taurinas a pie y a caballo, así como de charrería. Allende dedicó sus lances a los dos famosos invitados.
Diez años después los tres personajes estaban en guerra.
Punto final
En 1963, recién llegado a la Ciudad de México, mi entretenimiento dominical era ir a las novilladas a la Plaza México. Ahí conocí a don Cacahuate, torero bufo, y connotado representante de la picaresca taurina; tenía guasa. En ese tiempo centenares de estadounidenses que visitaban el país, iban a los toros —The Bullfighter—. Existía en el país vecino del norte una fuerte discriminación y violencia hacía los afroamericanos. Los gringos asistentes veían el primer toro y al salir el segundo se iban: “vámonos que aquí es donde comenzó la película”. Nosotros que habíamos comprado boletos del segundo tendido, ocupábamos los lugares del primer tendido abandonado por los turistas. En una ocasión una pareja de ellos se quedó al segundo toro. Estaban delante de nosotros. Cuando le estaban dando un puyaso al segundo de la tarde, la gringa comenzó a gritar con repulsión. Mi vecino de asiento, don Cacahuate, le dijo, cálmese lady, le están pegando pero no por ser toro, sino por ser negro.