Arriaga fue llevándome entre su historia y la mía, a darle vida a personajes tan lejanos a mi vida cotidiana, incluso a pensamientos que nunca llegué a plantearme
La fotografía aviva nuestra memoria, nos recrea momentos del pasado y nos produce escenas del futuro con el solo hecho de observar.
Miramos, contemplamos, curioseamos y observamos las fotografías como si tuviéramos una incesante necesidad de búsqueda, incluso a veces sin tener claro qué, pero buscamos.
El recuerdo pasivo o encontrar un posible hilo conductual entre eso que vaga por la memoria y lo vivido. La fotografía nos da certeza de los colores, las sensaciones y la propia existencia, por eso nuestros teléfonos se saturan de imágenes buenas y malas, pero las tenemos como una constante rememoración.
Con fotografiar a las personas que queremos o hasta a desconocidas, nos da un poco el sentido de apropiación y no precisamente de quienes aparecen, sino de lo que en su momento se vivió.
Nos creemos con el poderío superior para retenerlos y llevarlos con nosotros, en una memoria, en un disco duro externo, en una computadora o en papel fotográfico que a estas alturas comienzan a perder sus colores originales.
La imagen y la memoria se unen por la cantidad de emociones que una le dio a la otra, entonces se convierten en historias que vagan en nuestra cabeza de un año a otro, hasta que nos llenamos de ellas.
Eso mismo pasa a la hora que nos decidimos a leer un libro escrito por alguien que creó una o varias historias con suficiente vida, que nuestro cerebro recrea a personajes con un sentido de ubicuidad y pertenencia.
Yo lo definiría como una especie de necesidad ineludible de aferrarnos a algo tangible, a ponerle un rostro, a darle sentido a las miradas descritas e incluso a respirar al mismo ritmo de esos desconocidos, mientras seguimos la historia.
Justo en estos tiempos de pandemia he pensado que leer libros de distinto género con historias tan distintas unas de las otras, ayuda a suplir un poco las conversaciones que teníamos con los distintos grupos de amigos.
Un libro comienza a suplirnos esas las cenas interminables con las amigas feministas, otro con las conversaciones de quienes andan con el corazón roto, otros con los debates más candentes entre la política y el idealismo y si nos queda tiempo, hasta buscamos la adrenalina faltante en estos tiempos de no convivencia y de estar en casa.
Eso, es una maravilla de la literatura. El poder de trasladarnos a un sin fin de lugares, permitiéndonos convertirnos en todo tipo de personajes, incluso en esos, que jamás pensamos sentirnos cómodos siéndolos.
Todo eso me pasó con el libro de Salvar el fuego de Guillermo Arriaga, una especie de viaje a la Ciudad de México en donde durante ocho años pude conocer, casi todos los lugares descritos en sus más de 600 páginas.
Desde la cercanía de mi casa con la de Marina, como con la visita al Reclusorio Sur que realicé para fotografiar su interior y a los presos en sus distintas actividades.
Confieso que en la intensidad de la historia, hubo una noche en donde me quedé en el fuego mismo de una relación como la de José Cuauhtémoc y Marina y casi decido dejar en pausa sin límite de tiempo la lectura. La tensión, el riesgo, la ferocidad y el sin fin de contrariedades me llevaron a un nivel alto de adrenalina y desesperación.
Pensé que podría dejar de lado la vida de ellos y sus alrededores, sin embargo, la vehemencia con la que mi memoria activó mis propios recuerdos, hizo que ni tarde ni perezosa volviera a abrir el libro y continuar hasta el fin.
Arriaga y su loca manía por llevarnos por callejones entre una historia y otra, con diálogos que se cruzan y vaivenes de impulsos, me llevaban una y otra vez a las fotografías que tomé en el Reclusorio Sur.
Tuve que ir a buscarlas en mi archivo digital para asegurarme que no estuviera inventando o exagerando lo que mi cerebro ya le había puesto color, textura y un poco de olor.
Fue así que descubrí que mi memoria le había inyectado mayor excitación y tensión a la historia, puesto que podía imaginarme perfectamente a José Cuauhtémoc, el Máquinas, Carmona y al resto.
Arriaga fue llevándome entre su historia y la mía, a darle vida a personajes tan lejanos a mi vida cotidiana, incluso a pensamientos que nunca llegué a plantearme.
Entonces aquella visita que hice vestida con unos pantalones tan holgados que su hubiera tenido que correr, se me habrían caído hasta los pies; con un chaleco de fotógrafo talla XXL dizque para simular mi cuerpo femenino. Únicamente llevaba mi cámara y un par de lentes para capturar todo lo que pudiera.
Mi valentía se hacía presente por la enorme carga de adrenalina que corría por mis venas, reconocer el peligro al que ingresas, aunque un grupo de desconocidos armados te acompañan, igual que a Marina.
Intentaba descuadrarme por ratos, observaba a los presos con detenimiento, como quien mira con la libertad que al salir de allí nunca volverá, entonces los ojos registran a grandes velocidades cada metro cuadrado y cada desconocido de frente.
Los presos al instante me sonreían, unos me coqueteaban, otros ponían miradas lascivas y otros trataban de acercarse para “posar”.
Visitamos el gimnasio, el comedor, su área de trabajo, donde se ejercitaban, el campo de futbol, donde entrenaban artes marciales y el teatro, ese en donde les llevaban actividades artísticas para su entretenimiento y distracción.
Entonces allí me pude imaginar la historia completa de los cursos de lectura, de redacción y el acto de danza de Marina.
La literatura también suele llevarnos a la locura, puesto que le ponemos un rostro a los personajes con los más altos estándares de rechazo, o sea con lo que nunca tendríamos alguna especie de relación o mínimamente una conversación.
Pero a mí me pasó lo contrario, con mis fotografías de nuevo vistas, el tal José Cuauhtémoc se me hizo conocido. A lo que llaman un poco la noción de huella y plurivocidad, dándome más formas en cómo representarlas.
La fotografía tiene una vida misma en nuestro cerebro y suele activarse como un recuerdo; en una gran parte de nuestra conciencia esperan el momento a que un texto o una conversación las traiga de nuevo al presente.
Construimos las historias a partir de una imagen, real o irreal, vivida o robada de alguien más. Nuestra vida sería vista como un remolino constante de miles de millones de imágenes desde que nacimos hasta el día de hoy, y no precisamente porque nos recordemos bebés sino por las fotografías que nos tomaron nuestros padres.
Otra fortuna de quienes tomamos fotos, es que nos hemos traído un montón de historias ajenas hasta hacerlas propias y eso lo descubrimos cuando leemos.
Algo así como que lo que parece que es, sí fue y yo lo fotografié.