Soy un optimista firme, escarmentado pero optimista al fin, sobre la calidad del futuro de México. No abrigo dudas de que si no yo, al menos mis hijos y mis nietos vivirán en un país desarrollado: próspero, equitativo y democrático. La semana que pasó, sin embargo, echó sobre mi optimismo tres cubetazos de agua fría. … Continued
Soy un optimista firme, escarmentado pero optimista al fin, sobre la calidad del futuro de México. No abrigo dudas de que si no yo, al menos mis hijos y mis nietos vivirán en un país desarrollado: próspero, equitativo y democrático.
La semana que pasó, sin embargo, echó sobre mi optimismo tres cubetazos de agua fría. Me asomé a las tres peores mediciones de hechos que he visto en mucho tiempo como referentes de nuestro futuro.
Los hechos a que me refiero son en realidad vetas estructurales de un presente indeseable. Anuncian un futuro más indeseable aún, si no es que catastrófico.
Me refiero, en primer lugar, a los resultados de las pruebas de español y matemáticas en educación media y superior reveladas por el subsecretario responsable, Rodolfo Tuirán.
En segundo lugar, a los daños irreversibles causados por la obesidad en la salud de los mexicanos, resumidos en una serie de reportajes del noticiario de la noche de Joaquín López-Dóriga.
Por último, hablo del Informe País sobre la “calidad de la ciudadanía mexicana”, publicado por el IFE y El Colegio de México, bajo la coordinación de María Fernanda Somuano, que llegó a mis manos a media semana.
A partir de estos registros puede concluirse que la sociedad mexicana está estructuralmente enferma de tres males:
Primero, de las sustancias que la gente mete en su cuerpo: de lo que come. Segundo, de los conocimientos que faltan en su cabeza: lo que no sabe ni aprenden los jóvenes en sus escuelas. Tercero, de las emociones que gobiernan sus instintos colectivos: una acusada desarticulación ciudadana cuyo rasgo cardinal es la desconfianza.
No son hechos que pasan, sino tendencias que nos constituyen como sociedad, por dentro y por fuera, en nuestros cuerpos, en nuestras mentes, en nuestras emociones y conductas públicas.
Y no solo no pasan, sino que no tienen soluciones rápidas. En el caso de acertar en la corrección de estos daños, los efectos benéficos tardarán años en llegar. El deterioro acumulado, en cambio, se quedará con los afectados toda su vida. Son epidemias acumuladas que han hecho mucho daño y prometen hacer más.
Las comentaré en los días que vienen.