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Brasil atraviesa una de sus peores crisis políticas y económicas de los últimos 30 años. Esta situación se da después de un periodo de auge en el que Brasil soñó con finalmente dejar de ser el país del mañana para convertirse en una potencia económica.

El PIB de Brasil creció a un promedio anual de casi 5% entre el 2005 y el 2010, generando un incremento importante en los niveles de empleo y la incorporación de millones de personas a la clase media. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del 2011, la economía brasileña se ha desacelerado de manera constante hasta entrar en recesión en el 2014. Esta recesión se ha profundizado en el 2015 y amenaza con extenderse al 2016.

La situación ha sido acompañada de un repunte en la inflación que al día de hoy ronda 10%, creando un fenómeno de estanflación no visto desde principios de los 90 y que ha erosionado buena parte del avance de la clase media durante el lustro anterior. La crisis económica está adquiriendo tintes políticos, ya que el nivel de aprobación de la gestión de Dilma Rousseff ha caído a 8 por ciento. Además, Brasil enfrenta una crisis de finanzas públicas que le acaba de costar un recorte en su calificación de riesgo crediticio por parte de la calificadora S&P.

La pregunta obligada es: ¿qué le pasó al milagro de crecimiento brasileño? Claramente uno de los factores de mayor impacto ha sido el desplome en los precios de las materias primas, pues Brasil es un exportador neto de metales industriales, petróleo y alimentos. Sin embargo, para muchos expertos, como Persio Arida, presidente del Consejo de Administración de Gestión de Activos de BTG Pactual y ex gobernador del Banco Central de Brasil, la problemática actual es principalmente consecuencia de una serie de decisiones desafortunadas de política económica que habían sido encubiertas por el velo del superciclo de materias primas.

Embelesados por el sueño de un Brasil pujante, gracias al boom de las materias primas, los gobiernos del Partido del Trabajo se olvidaron de las reformas estructurales, promovieron una economía cerrada sin acuerdos comerciales importantes, despilfarraron recursos públicos privilegiando el gasto sobre la inversión en infraestructura e introdujeron distorsiones en los precios relativos de sectores claves como el laboral y financiero.

Para los expertos, una de las decisiones más dañinas fue la de indizar el salario mínimo a una fórmula basada en inflación y crecimiento del PIB. Esto provocó un incremento en los salarios desligado de la productividad y una distorsión a través de toda la estructura salarial del país y en los precios de bienes y servicios administrados que están indizados al salario mínimo. Esta situación se combinó con una fuerte apreciación del real brasileño lo cual provocó una pérdida de competitividad a nivel internacional.

Adicionalmente, el gobierno le dio rienda suelta al gasto público, pasando de un superávit fiscal en el 2007 a un déficit nominal de casi 9% actualmente. Esto a pesar de que Brasil recauda el equivalente a 35% de su PIB en impuestos, una de las cifras más altas a nivel global.

Es evidente que Brasil tiene retos muy importantes, pero algunos especialistas, como Arida, ven un camino para corregir el rumbo.

Si la problemática fue creada por malas decisiones de política económica, el primer paso es revertir dichas decisiones. Aunque para este columnista queda claro que el gobierno actual no tiene ni la voluntad ni el capital político para hacer estos cambios, hay que seguir de cerca la situación, ya que el ambiente es tan crítico que el mandato de Dilma podría terminar de manera anticipada, abriendo la puerta a un nuevo gobierno dispuesto a enderezar el rumbo.