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“Democracia a precio alzado” es el título del ensayo de Luis Carlos Ugalde publicado en la revista Nexos que empezó a circular esta semana.

Sus datos y conclusiones sugieren que en materia de financiamiento de la democracia vivimos en el peor de los mundos posibles, un mundo en muchos sentidos al revés del que se quería.

A partir de 1996, México optó por un generoso sistema de financiamiento público. La bolsa para financiar a los partidos pasó de 596 millones de pesos en 1996 a 2 mil 111 millones en 1997.

La reforma de 2007 redujo el financiamiento de las campañas, pero aumentó el tiempo gratuito disponible para los partidos en los medios. La del año 2014 aumentó el financiamiento a los partidos en el ámbito estatal.

Para 2015, el costo oficial declarado del proceso democrático mexicano llegó a ser de 54 mil 319 millones de pesos, cifra que vuelve a la mexicana la quinta democracia más cara del mundo.

Este enorme flujo de recursos públicos se justificó desde sus inicios con la noble intención de independizar a los partidos de las presiones del dinero privado.

Pero, como dice Ugalde, el dinero no satisfizo las ávidas bolsas de nadie. Dinero llamó al dinero. Si alguna evidencia escandalosa hay en la democracia mexicana es la de la abundancia de dinero no autorizado, que fluye tan generosa como ilegalmente hacia partidos y candidatos.

Fluye por igual de tesorerías oficiales, empresas privadas que esperan contratos y permisos, delincuentes que esperan complicidad y simples negociantes que invierten en las urnas para después cobrarse con las nóminas y los presupuestos.

Ugalde ha tratado de cuantificar el gran continente de dinero negro que es hoy por hoy la economía política decisiva de nuestro sistema democrático.

Según Ugalde, el dinero negro de la democracia mexicana podría ser otro tanto del monto oficial cuantificado, acaso otros 54 mil millones de pesos, cifra que quizá convertiría a nuestra democracia en la más cara del mundo.

Más caro e irreal suena todo si se piensa que este carrusel de recursos legales e ilegales, lejos de dinamizar y encender nuestra vida democrática, solo ha burocratizado a los partidos, desprestigiado a los políticos y hartado a millones de ciudadanos.

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