Imaginemos por un momento que la pandemia de Covid-19 hubiera llegado a México después de que el presidente Andrés Manuel López Obrador hubiera triunfado en su deseo de desinstitucionalización del país para concentrar todo el poder, toda la información y cualquier decisión en torno a su persona
Imaginemos por un momento que la pandemia de Covid-19 hubiera llegado a México después de que el presidente Andrés Manuel López Obrador hubiera triunfado en su deseo de desinstitucionalización del país para concentrar todo el poder, toda la información y cualquier decisión en torno a su persona.
Supongamos que para el momento en que el virus del SARS-CoV-2 se esparcía en México ya no existieran los órganos autónomos. Que las elecciones las organizara otra vez la Secretaría de Gobernación, que la política monetaria estuviera bajo el control de la Secretaría de Hacienda, que no hubiera más transparencia y que los datos estadísticos ya no fueran responsabilidad de un autónomo Inegi, sino, digamos, de la Secretaría de Economía.
En ese hipotético, que no imposible, escenario de vuelta al México oscurantista, todas las cifras que diera a conocer el gobierno tendrían esa mano negra del manejo político electoral de la 4T.
El comportamiento del Producto Interno Bruto (PIB) no sería el oportuno del Inegi, sino el que seguramente daría el Presidente en su mañanera y que sin duda indicaría una realidad muy diferente a la de un dato imparcial y objetivo de la medición económica.
Aunque la edad promedio en México, según el censo, es de 29 años, todavía debe haber muchas personas que recuerden que hace 30 años la información económica se manejaba desde Los Pinos y que datos tan esenciales como las reservas internacionales del Banco de México se conocían sólo dos veces al año. Así nos fue en esas épocas de opacidad de la información.
La garantía de que la 4T optaría por un manejo discrecional de la información la estamos viendo con las cifras de muertes por el Covid-19.
El autónomo Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) contó, lo mejor que se podía, el número de muertos por esta enfermedad y nos deja ver que los datos a cargo de Hugo López-Gatell, subsecretario de Salud, son datos falsos.
Además, la comparación es muy sencilla. El impresentable responsable de controlar la pandemia por parte del gobierno federal había calculado 6,000 muertes totales por la Covid-19 y se aventó aquella famosa frase de las muy catastróficas 60,000 muertes.
En su conteo, esa cifra se alcanzó el 22 de agosto, para el último día de ese mes, la 4T aceptaba 75,017 fallecimientos. Sin embargo, ayer conocimos gracias a los datos del autónomo Inegi, que, entre enero y agosto, realmente habían muerto 108,658 personas. Esto es, 45% más que el dato oficial. Y falta considerar las causas de las muertes en exceso de ese lapso del año pasado que rebasaron las 184,000 muertes.
¿Qué le pasaría a una medición del PIB en manos exclusivas de este gobierno? ¿Nos volveríamos a enterar de los datos incómodos del derrumbe en la inversión fija bruta, o el enorme tamaño de la economía informal?
Este doble conteo, con todo y la exhibición del tamaño de la manipulación de las cifras de muertes de mexicanos por Covid-19, nos confirma la utilidad de los órganos autónomos y la defensa de la democracia.