Yo glosé la entrevista de entonces en cinco entregas de esta columna. Retomo el pasaje final de la última columna, publicada el viernes 13 de abril, porque me parece interesante para lo que vemos hoy
En abril de 2018 un grupo de periodistas y comentaristas de Milenio hicimos a López Obrador una entrevista a varias voces, que fue como un autorretrato.
Yo glosé la entrevista de entonces en cinco entregas de esta columna. Retomo el pasaje final de la última columna, publicada el viernes 13 de abril, porque me parece interesante para lo que vemos hoy.
Durante la entrevista López Obrador habló de cuatro cosas en las que no creía estar exagerando sus logros ni sus potencialidades. La primera, que no había en el mundo un movimiento tan grande como el suyo en busca de una transformación democrática. La segunda, que aspiraba a ser como Juárez y Cárdenas “no un Hombre de Estado” sino un “Hombre de Nación”.
La tercera, que conocía como nadie el país. La última fue la respuesta que dio a una pregunta de Jesús Silva-Herzog.
Cito textualmente la columna de entonces: Silva-Herzog pregunta: “No tiene usted desconfianza de sí mismo y de sus instintos? ¿No tiene una reserva de duda de sus impulsos?”
López Obrador responde: “Ninguna. Fíjate que no, a lo mejor son los egos.
Puede pensarse que es soberbia. Soy y tengo la arrogancia de sentirme libre y buscar siempre en la vida la congruencia”.
Silva-Herzog: “Pero eso no es libertad, es infalibilidad”.
López Obrador: “Yo cometo errores como cualquier persona y busco enmendar mis errores, pero trato de ser muy consecuente. Es lo que estimo más importante en mi vida.
Incluso me siento mal conmigo mismo cuando considero que actúo contra un principio que me rige, que me guía.
Yo sostengo que el ser humano tiene que guiarse por principios, doctrinas y filosofía”.
Confieso que aquí me perdí y no supe ya quién hablaba: si el político iluminado que no tiene dudas o el político normal que comete errores; que va dando tumbos en su oficio, cayéndose y levantándose, fallando y corrigiendo.
Habrá que preferir siempre al segundo tipo de político sobre el primero, porque el hombre de poder que no sabe dudar de sus impulsos ni desconfiar de sus instintos es sencillamente un proyecto de tirano.