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Hay vidas hechas de destellos y heridas, vidas que avanzan con una mezcla difícil de explicar entre energía, humor y sensatez. La de Diana Laura Riojas pertenece a esa estirpe. Quienes la conocimos repetimos que irradiaba vitalidad. Sonreía no por cortesía sino por carácter y tenía el don de volver cálido cualquier espacio. Su humor, fino e irreverente, desarmaba tensiones. Desde niña tomaba la iniciativa: organizaba actividades, sumaba, convencía. Decía sin rubor que sería presidenta, quizá como forma de afirmar que la vida había que habitarla de frente.

A los 18 años decidió dejar Monterrey para estudiar Economía en la Ciudad de México. La muerte del esposo de su hermana la marcó y la impulsó: mudarse sola, revalidar materias, comenzar de nuevo. Allí conoció a Luis Donaldo Colosio. Su unión fue convivencia y trabajo compartido; ella pausó su carrera, pero nunca su carácter. La maternidad llegó con alegrías y la fragilidad física no disminuyó su determinación.

Cuando la enfermedad avanzó, mostró un temple silencioso. Afrontó tratamientos y dolor con lucidez. También conservó el humor: “Eso pasa por enamorarse de un hombre que vive en su oficina”, decía entre risas. En 1994, incluso en la tragedia, mantuvo la energía: creó una fundación, viajó, gestionó proyectos, sostuvo a su familia. Su vitalidad era una forma de resistencia.

Como amiga era entrañable. En su círculo repetíamos a Donaldo: “Lo mejor que tienes en la vida se llama Diana Laura”. Sabía escuchar sin invadir, acompañar sin ruido. Su amor por Colosio fue intenso y porque así lo quiso el destino, también breve en el tiempo. Tras su asesinato, algo se quebró en ella, pero siguió adelante con serenidad casi sobrehumana. Poco antes de morir, confesó que no pudo amarlo más porque no le dieron tiempo. Y eligió el perdón como última forma de justicia.

Murió el 18 de noviembre de 1994, a los 35 años. Treinta y un años después, su nombre sigue siendo sinónimo de dignidad y luz. Su historia no se define por la tragedia, sino por cómo eligió vivir: con risa, con temple, con una profunda capacidad de amar. Diana Laura sigue viva en su manera de mirar y resistir, y quizá por eso aún se habla de ella como de una presencia, no de una ausencia.