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En una entrevista con él, a mediados de los noventa, aprendí de Carlos Castillo Peraza que nunca debería ser materia pública el con quién se viste o desviste una persona.

Carlos murió en el año 2000 y no le tocó atestiguar cómo, con palabrería moralista y una hipocresía colectiva que él y yo suponíamos agonizante, se ha tejido una tenebrosa capa de confusión para justificar intromisiones en la vida privada de los personajes públicos.

Ahí está ahora el caso de Pedro Ferriz de Con, quien fue noticia en la semana por el final de su larga carrera en la radio matutina, y poco antes lo había sido por una canallada mal disfrazada de hallazgo periodístico, pero que en realidad fue una agresión a él y el círculo de sus afectos (imprescindible el artículo de Fernando Mejía Barquera ayer en estas páginas).

Pueden comprenderse ciertos excesos informativos. Lo insoportable es el fingimiento discursivo de los guardianes de nuestros castillos de la pureza del siglo XXI (recuérdese el caso Loret, por citar un ejemplo); el cómo justifican sus taquilleros embates con el razonamiento de que es tenue la línea que separa la incidencia del comportamiento privado en la actividad pública de un personaje público.

Un razonamiento ruin para tratar de destruir a alguien con las peores artes y luego llenarse la boca diciendo que se ha prestado un servicio de transparencia a la sociedad.

Si se cree en la libertad plena, habrá que soportar estas prácticas miserables. Pero que los moralinos no vengan, además, a dar cátedra de valores.

Para ellos, de mi parte, solo tres palabras: váyanse al carajo.