Elecciones 2024
Elecciones 2024

Algunos, quizá afectados por el endurecimiento mental causado por la terrible combinación de la epidemia, el temor, el encierro o la limitación social, le atribuyen a este año electoral, la enorme posibilidad de  una redefinición o una reestructuración política nacional, cosa altamente improbable.

Si por redefinir implican un rechazo creciente  a la corriente populista implantada con extraordinaria velocidad y amplitud por el Señor Presidente, quien en dos años ha desmantelado un país disfuncional para convertirlo en un país inviable, se equivocan.

Confunden sus deseos con la realidad.

Las elecciones programadas para este año, en quince gobiernos estatales (las dos Californias, Campeche, Chihuahua, Colima, Sonora, Sinaloa, Nayarit, Nuevo León, San Luis Potosí, Querétaro, Michoacán, Guerrero, Tlaxcala y Zacatecas), más los quinientos sitios en la Cámara de Diputados Federal (en verdad solo 300 por los plurinominales), se parecen en mucho a la sucesión presidencial de Luis Echeverría en favor de José López Portillo: solo hay un candidato.

Los partidos políticos han perdido capacidad de operación.

Odres sin vino, vacas sin leche y gallinas sin huevo; pozos sin agua, ojos miopes, oídos duros.

Tan magros son sus cuadros, tan escuálidas sus bases, como para apresurar una extravagante alianza no de fuerzas, sino de debilidades; suma de pequeñeces en contra de un movimiento en plenitud cuya fortaleza emana del Palacio Nacional y se sostiene con el control –y aplicación– del presupuesto público.

Algunos creen en  el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, como cauce del proceso, pero se olvidan de otras cosas: la verdadera fuerza de organización electoral pasa por encima de ese canon y se manipula, ahora y desde hace dos años, en las Secretarías de Hacienda y del Bienestar; en los programas electorales  con  disfraz de justicia reivindicativa;  en las pensiones universales o por segmento poblacional, en los sembradores, en los siervos nacionales, en la inclemente propaganda, en el control de los medios, en la insistencia de frenar a los adversarios con las investigaciones de la Unidad de Inteligencia Financiera y como dicen los gringos, last but not least, en el Ejército, argumento final de fortaleza imbatible, con todo y su condición de contratista favorito.

Cuando un  gobierno tiene plenamente de su lado las armas y el dinero, poca falta le hace tener la razón. Si no la tiene, se impone. Con mano dura o con mano hipócrita, pero se impone.

Ahí, con ese conjunto de fuerzas exclusivas del gobierno y su movimiento político regenerador, transformador, y en última instancia revolucionario (una especie de insurrección popular prolongada, como se decía antes), radica la fuerza cuyo vigor será demostrado  –o al menos puesto a prueba–, en este enorme proceso electoral. Aun en la democracia el poder es un monopolio.

La ambición de los aliados ha sido denunciada desde el púlpito presidencial: quieren controlar el presupuesto para quitarle el dinero al pueblo. Ese argumento cala y se arraiga en millones de mexicanos. Millones. No es una denuncia, es una estocada en el pecho.

Además de lo ya dicho, se juegan mil sesenta y tres diputaciones en congresos locales y mil 923 alcaldías en 20 estados de la República. Lo más probable es una renovación de personas; no una revocación de rumbo.

Los aliados deberían tener otras ambiciones, aparentemente menos ambiciosas.

Principalmente se deberían enfocar en los congresos locales porque si ganaran esas asambleas dificultarían la herramienta más poderosa de Morena: la nueva constitución elaborada no a partir de una convocatoria para un congreso constituyente formal, sino a través de parches, remiendos costuras, añadidos y modificaciones en  favor de la permanencia de sus programas y la prolongación de su incipiente hegemonía.

Cuando los dogmas presidenciales no se puedan convertir en cambios constitucionales porque no juntan los 17 congresos locales para transformar la “Carta Magna”, entones si habrá un principio de contención ante todas estas  manipulaciones, este inmoral manoseo de la constitución y la ley.

Mirar al Congreso de la Unión, debería ser un afán posterior. Primero deberían ganar lo local, lo de abajo y después prepararse en los años siguientes para dar el “Gran salto”, como hubiera dicho Mao.

Pero mientras pueden o no pueden saltar, Morena ya culminó el gran asalto. Poco a poco se van tiñendo (o de plano desdibujando) las instituciones autónomas y van desapareciendo los contrapesos políticos.

Si –por ejemplo— el Ejército alguna vez fue un contrapeso, hoy a base de acrecentar su presencia en casi todos los ámbitos de la vida nacional, ha inclinado la balanza en favor de una transformación de la cual forma parte: un Estado militarizado, populista y absorbente. Un monolito ornado de bayonetas.

Más allá de simpatías o antipatías, los resultados de estos dos años ya terminados de gobierno lopezobradorista, son apabullantes y sorprendentes por su única eficacia: el poder absoluto, el control total de la agenda nacional a través del mitin matutino, tan parecido a aquellas “asambleas informativas” de cuando Andrés Manuel era un  opositor cuya estatura crecía y crecía sin nadie para impedirlo, y la operación político electoral continua.

Por eso no es descabellado plantearlo así: si no lo pudieron detener entonces, cuando lo buscaba, menos podrán ahora cuando suyos son el poder y la gloria, junto con todos los instrumentos de control en sus hábiles manos.

Toda actividad política es una oferta.

Toda decisión electoral es producto de una convicción derivada de una percepción. Votar es creer.

Y la credulidad se alimenta de la propaganda (superior en percepción a los resultados) y tiene sus principales efectos en los grupos menos ilustrados; es decir, la mayoría funcionalmente analfabeta, consumidora de mentiras bien adobadas y de acciones de gobierno cuya naturaleza se oculta detrás de esa misma evangelización, en un interminable ciclo de promoción, convicción, decisión, elección. Pobres pero agradecidos.

Así, repitiendo mentiras y “mantras” se reunieron más de treinta millones de votos hace dos años.

Pero lo más importante: se marcó una tendencia irreversible o al menos no reversible en un tiempo relativamente corto; quizá tres sexenios.

Visto así, ninguna corriente política (decirles corrientes a los simples riachuelos de los aliancistas es una concesión generosa), puede, hoy por hoy, ofrecer nada distinto a lo ya dispensado por el gobierno. La promesa de unos palidece ante el capital del otro.

–¿Les van a ofrecer dinero socialmente distribuido a los pobres, a los enfermos, a los abandonados; van a prometer una vacuna universal para el Covid; propondrán reactivar la economía, abatir la inseguridad?

Eso ya lo hace Morena, bien o mal, pero lo hace con amplitud y suficiencia electorera. Y de las demás propuestas imaginables, nadie o muy pocos les van a a creer porque el sonsonete y la cantaleta tienen  al pueblo aturdido.

–¿No ha dicho contra toda evidencia el presidente cómo en la economía cerramos muy bien el año 2020?

Caer ocho o nueve puntos en el índice de crecimiento nacional es ir muy bien. Y la muchedumbre lo aplaude, como alabó su entreguismo servil hacia Donald Trump o su veloz intento de restaurar una relación con América, así haya sido necesario para ello decapitar con honores a la embajadora en Washington, sin lastimar los sentimientos de la familia.

Viene un año pastoso, envuelto en la melcocha del populismo histórico, fechas arbitrarias para retraernos a las glorias del indigenismo más rancio e inútil.

Año de aniversarios simbólicos, la fundación tenochca, la consumación de la Independencia y todo cuanto sirva para mantener abierto el calendario del circo, el pan y las vacunas insuficientes pero convenientes.

En el eterno juego de los espejos, este año hablaremos de la consumación independiente, aunque los marinos reivindiquen la toma de San Juan de Ulúa en el 24, pero no le daremos ni un ápice de gloria al emperador Agustín de Iturbide. Tampoco iremos a misa a La Profesa.

Eso es cosa de conservadores.

La consumación, sin consumador.