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Nació de parto normal. En un principio nadie lo percibió. El obstetra se ocupó de los detalles importantes como el corte del cordón umbilical y la llamada prueba de Apgar que sirve para evaluar el latido del corazón, la respiración, el tono muscular, la respuesta de reflejos, el color y el género al que pertenece el recién nacido. En este caso fue un varón y superó la prueba con solvencia.

Acostumbradas, como están, de manera rutinaria a hacer su trabajo, las enfermeras envolvieron el cuerpo del nuevo ser, con una manta y le colocaron un gorrito en su cabeza hasta que secó. Le pusieron, en la muñeca derecha,  la acostumbrada banda de identificación que previamente le habían puesto a su madre. Le tomaron huellas de sus dos pies y le aplicaron gotas antibióticas en los ojos. Procedieron a limpiarlo.

La madre de la criatura fue recibida en su habitación, con cariño y poco ruido, por toda la parentela que se había reunido para el caso. Ya todos habían ido al cunero para conocer al bebé. Ya todos sabían que el nuevo miembro de la familia estaba sano. Ya todos sabían que se llamaría Aurelio, como su padre.

Fue hasta el último día que estuvo en el hospital cuando la mamá del que pronto sería bautizado como Aurelio, se dio cuenta de algo que, en ese momento, le pareció espantoso. Sola con el producto de sus entrañas, revisó con minuciosidad el cuerpecito recién bañado  de su bebé. Fue entonces que advirtió que éste había nacido con seis dedos en la mano izquierda. ¡Dios mío!, exclamó la madre con sobresalto. Volvió a contar y contar. Su hijo tenía dos dedos medios en la mano izquierda. Aficionada a la literatura, con una mezcla de miedo y vergüenza, recordó de la novela cumbre de Gabriel García Márquez, Cien años de Soledad, el momento donde Amaranta Úrsula tiene un hijo de su sobrino Aureliano Babilonia. El recién parido tenía cola de cerdo.

La condición de tener un hijo con seis dedos causó un daño anímico en la madre quien víctima de la depresión consultó a un psiquiatra quien le hizo ver que Aurelio tenía por condición el síndrome de polidactilia que puede estar determinado o no de manera genéticamente, que se pueden tener seis dedos sin tener ninguna anormalidad genética o cromosómica y que el hecho no era motivo para sentir culpa, y por supuesto, menos para creer que era una maldición divina.

La opinión científica tranquilizó un poco a la madre que no permitió que nadie se acercará a su bebé al cual vistió siempre, aun en las temporadas de calor, con ropa de manga larga que le tapara la mano izquierda. Algunos juegos y rondas infantiles como la que dice: “no tengo manita, no tengo manita”, la señora las adecuó a la circunstancia de su hijo: “yo tengo manota, yo tengo manota”, decía el pequeño mientras movía su mano izquierda. Otra ronda adaptada fue la de: este puso un huevo, este lo cocinó, este le echó la sal, este lo revolvió y este pícaro gordo se lo comió. Tuvo que ponerle sal dos veces.

Cuando entró a la escuela, su madre le recomendó no usar en público la mano izquierda, traerla siempre en el bolsillo del pantalón y usarla únicamente en la intimidad, para cuestiones muy necesarias como asearse y vestirse. Impedido para juntarse con los demás niños, Aurelio se aplicó en el estudio. Investigó en Internet y descubrió que en la cultura andina existió un Dios llamado Illapa que se representaba con seis dedos en la mano izquierda; investigó que en las creencias andinas una persona nacida con seis dedos era considerada Waka (divino). Esta información influyó de manera positiva en la autoestima de Aurelio que se volvió pedante y soberbio (en opinión de sus compañeros, bastante mamón).

Fue en segundo de primaria, en clase de Matemáticas, cuando por su condición, la vida de Aurelio dio un sesgo espectacular. El profesor anunció que “tendrían una actividad relacionada con medidas de longitud no convencionales” (que en la modesta opinión de quien escribe es algo imprescindible para los tiempos digitales). Aurelio pasa al pizarrón y saca tu mano izquierda de la bolsa de tu pantalón, ordenó el maestro. El muchacho sudó frío pero sacó la mano procurando que nadie se percatara de su dos dedos medios. Posa tu mano izquierda en el pizarrón y abre tus dedos lo más posible para ver lo que se llama una cuarta. Al hacerlo toda la clase y el profesor se dieron cuenta de los seis dedos de Aurelio.

¡Seis dedos! Oh, Aurelio —expresó el profesor con una mixtura de asombro, fascinación y sorpresa— eres un precursor de la evolución de la especie humana. No sé si tu sexto dedo sea una señal de genialidad o sandez. ¡Tú llegarás lejos!

El pronóstico del maestro resultó cierto, Aurelio llegó muy lejos, tan lejos que en este momento no sabemos a qué institución, secretaría de estado o personaje de la política le esté dando en toditita la torre.

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– Amor, hoy voy a ir al urólogo.

– ¿Y eso, por qué?

– Porque se me hinchan los huevos.

– Uy qué genio, yo sólo preguntaba.