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Se puede decir todo del gobierno de Enrique Peña Nieto, menos que no legisla o que su legislación es accesoria.

Lleva más de diez reformas de amplio espectro: educativa, de competencia económica, de telecomunicaciones, financiera, laboral, de amparo, penal, electoral, fiscal, de transparencia, anticorrupción.

Esta última fue la materia del anuncio presidencial de la última semana. Su debilidad política inmediata es evidente. No solo no responde a los reclamos de castigo a la corrupción vigentes, sino que da un plazo de un año para legislar la ley reglamentaria que hará posible ejercer la norma constitucional.

Y, sin embargo, la ley aborda varias cuestiones fundamentales. Destaco las siguientes:

Uno, los servidores públicos quedan obligados a presentar su declaración patrimonial y de conflicto de interés.

Dos, el secretario de la Función Pública será  ratificado por el Senado.

Tres, la prescripción de sanciones administrativas graves se amplía de 3 a 7 años.

Cuatro, la Auditoría Superior de la Federación (ASF) podrá fiscalizar los recursos federales destinados a estados y municipios.

Cinco, se podrán fincar responsabilidades a funcionarios públicos y a sus cómplices privados. No solo al que cobra mordidas también al que las paga.

De esta reforma constitucional puede predicarse lo mismo que de las otras: sus efectos serios tardarán  en llegar.

El clamor contra la corrupción quiere consecuencias hoy, y su desencuentro con una legislación que tardará años en aplicarse es obvio.

Pero también es obvio, o debería serlo, que las soluciones institucionales duraderas en esta materia necesitan reglas mejores que las que tenemos. Nuestra verdadera tradición en materia de castigar corruptos, hoy por hoy, es la consigna política sobre a quién hay que castigar, y a quién absolver.

El castigo a la corrupción de que somos capaces hoy en día, termina pareciéndose mucho a la elección de un chivo expiatorio o a la absolución de un influyente culpable.

También en esto el gobierno federal pone hoy reglas para el futuro que no cambian el presente, reglas que el propio gobierno no podrá cumplir ni administrar en el corto plazo, como la mayoría de sus reformas.

Peña Nieto ha diseñado un banquete que él no podrá servir, pero que quizá puedan servir sus sucesores.

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