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Donald Trump no ha tenido empacho en tener palabras de admiración por figuras autoritarias como el presidente ruso, Vladimir Putin, o el dictador coreano, Kim Jong-un.

Una admiración por la fuerza y el control que ejercen y que identifica como debilidades de los regímenes democráticos.

Claramente, tras perder la reelección inmediata, Trump dedicó su tiempo a estudiar los modelos políticos más controladores, no solo a China o a Rusia sino modelos de países emergentes como México o El Salvador.

El llamado Trump 2.0 claramente marcó una diferencia en el respeto de los límites institucionales de su país y del mundo.

Ha tenido el carisma y el poder acumulado suficientes para que hasta hoy mantenga esa ruta de fortaleza y control que admira de los autoritarismos.

Los primeros abatidos no fueron sus opositores, que ciertamente vemos al partido demócrata en un knock out del que no se levanta aun, pero antes que a los electoralmente derrotados, Trump apabulló a los republicanos y muchos de ellos han dejado de lado sus principios para dar paso, como tontos útiles, a lo que en síntesis se llama el movimiento MAGA (Make America Great Again).

Ni siquiera en los grandes errores de su segundo mandato ha encontrado quien le haga frente, como en ese recular con el tema de los aranceles, y el resto del camino hacia su primer año de gobierno lo quiere pavimentar con medidas cada vez más cercanas a un régimen autoritario.

La democracia estadounidense se preciaba de tener los estándares de libertad e institucionalidad más altos e inquebrantables del mundo y hoy se ven frágiles y amenazados en lo más esencial, como la libertad de expresión.

Como autócrata del tercer mundo, Trump ha usado las conferencias y las redes del gobierno que encabeza para criticar a periodistas y a medios de comunicación, a los que ha llamado deshonestos y mentirosos porque no cuentan su versión de los hechos.

Pero ha ido más allá, ha sugerido que se deberían revocar las concesiones de transmisión de las cadenas de televisión que ofrecen una cobertura que considera como negativa de él.

Trump ha utilizado su poder político para suspender a presentadores que lo han criticado, como Jimmy Kimmel, quien fue muy crítico, pero no con una conducta criminal al hablar del uso político de la muerte del activista de ultraderecha Charlie Kirk.

Los límites del humor político no pueden encontrar el barranco en la percepción de intocabilidad de una persona que ocupa temporalmente un puesto público de un país democrático como la presidencia de Estados Unidos, pero eso es lo que hoy sucede.

El camino que recorre Trump no es una advertencia, es una realidad que cuestiona los cimientos de la democracia de Estados Unidos y establece un peligroso precedente a nivel global.

Refuerza a los tiranos, tanto a los que están en su mismo nivel de poder, como los de Rusia o China, pero también motiva a los que han seguido los mismos pasos en democracias más endebles, como las latinoamericanas.

Esta, por ahora, aparente debilidad de las instituciones estadounidenses que parecían inquebrantables demuestra que los sistemas democráticos no son inmunes al carisma y la voluntad de poder de un solo individuo.

El camino que recorre Trump no es una advertencia, es una realidad que cuestiona los cimientos de la democracia de Estados Unidos.