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El narco es un factor marginal en la lógica de la violencia criminal que oprime la sierra Tarahumara y que tuvo como desenlace el homicidio de dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas en el atrio del templo de Cerocahui.

Hablar sólo del narco es una manera de mal entender el problema. Esto queda claro en el excelente reportaje analítico de Ignacio Alvarado, publicado ayer en MILENIO, el cual, desde su cabeza entrecomilla la palabra: “Mercenarios, paramilitares y ‘narcos’ controlan la sierra Tarahumara” (https://bit.ly/3NtvR88). Las marcas de origen de la descomposición criminal de la zona han sido dos intervenciones militares.

1. La Operación Cóndor de los años setenta que asoló la sierra erradicando cultivos.  2. La intervención militar de 2008, para contener una crisis de violencia, emblematizada por la masacre de Creel.

Bandas de sicarios peinaron Creel en busca de lugareños que al parecer tenían deudas por una carrera de caballos parejera. Mataron a trece residentes de Creel, incluido a un bebé de meses.

Desde la Operación Cóndor, le dice a Ignacio Alvarado el líder de El Barzón en Chihuahua, Gabino Gómez, “la violencia se ha mantenido a pesar de la presencia militar. La convivencia que mantienen los grupos criminales con las fuerzas armadas puede verse desde hace medio siglo”.

Desde entonces, masacres y desapariciones han sido una constante. Episodios como el de Creel, dice Ricardo Alvarado, son el linaje de matones como El Chueco, José Noriel Portillo, asesino de los jesuitas de Cerocahui, del guía de turistas Pedro Palma y de dos de los hermanos, miembros de un equipo de béisbol que le habían ganado 10-0 al equipo de El Chueco.

La contención militar derivó en complicidad. La zona quedó en poder de quienes podían explotarla, ya no sólo con cultivo y trasiego de drogas, sino interviniendo las actividades productivas rentables, como la tala ilegal de madera, el turismo y la apropiación o el derecho de piso de los hoteles y los restaurantes del lugar.

En ese sentido el homicidio del líder de turistas Pedro Palma no es una casualidad, como no lo es la impunidad de El Chueco: un extremo psicopático de la captura criminal de la Tarahumara, tolerada por el Ejército y por las autoridades, espejo de tantas otras.