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En medio de una recuperación económica estadounidense que parece sostenida, la industria automotriz reporta números envidiables. Pero lo que más llama la atención es el disparo en las ventas de las camionetas de grandes motores y enormes consumos de gasolina.

Poco les duran los sustos a los estadounidenses que ya olvidaron las consecuencias de los incrementos en los precios de los combustibles y los efectos de la Gran Recesión de hace apenas cinco años.

Las promesas de desarrollar vehículos eficientes de combustibles alternos se ven aplastadas por la atractiva oferta de las armadoras que dejaron atrás sus situaciones críticas y han regresado a los motores de ocho cilindros.

Para General Motors, por ejemplo, su auto eléctrico Volt es una simpática curiosidad que se ve opacada por su impresionante nueva Cadillac Escalade con un motor V8 de 6.2 litros y 420 caballos de fuerza.

El aumento de las ventas en ese segmento supera el 25% de incremento en aquel país. Misma suerte que hoy tiene el resto de las armadoras estadounidenses y japonesas que fabrican camionetas y camiones ligeros.

Al final, lo que hace esta automotriz y el resto de las firmas es satisfacer una demanda de los consumidores que sienten que lo suyo no son los coches compactos de pilas, sino el american muscle y los grandes espacios interiores de las camionetas.

Ese país tomó una decisión hace más de una década y vendió la idea muy bien entre sus ciudadanos. Estados Unidos emprendió una revolución energética que le implicaba depender cada vez menos de los mercados externos.

Y pensemos esto: así como no es descabellado pensar que Estados Unidos se fue a meter a Irak buscando la garantía petrolera, así no resulta tan irracional pensar que si a alguien le convenía que en México se mantuviera un monopolio petrolero que garantizara el surtido de petróleo era a Washington.

Para un país sediento de petróleo como Estados Unidos no había mejor discurso que ese que elevaba a los altares la industria petrolera nacional sólo en lo referente a la propiedad de la empresa, no al destino de los hidrocarburos.

La suerte energética de Estados Unidos cambió con la explotación del gas shale, las inversiones se contabilizan desde hace una década en cientos de millones de dólares al año y el resultado es evidente.

No sólo hay la confianza social como para regresar a los grandes motores, sino que Estados Unidos hizo algo que parecía imposible: ahora exporta petróleo.

Un primer buque tanque con gas de lutita zarpó a Corea del Sur, con lo que se rompió un embargo de 40 años a las exportaciones energéticas.

Más allá de la cantidad de combustible, que por ahora puede resultar anecdótica, está el hecho de los resultados que una reforma energética puede tener en un país.

Porque Estados Unidos no va a vivir de la exportación de energéticos, pero sí le ha dado viabilidad a su sector industrial que hoy tiene la garantía de combustibles que hace pocos años no encontraban, sin pensar incluso en opciones bélicas para garantizar el abasto.

No parece el escenario ideal que regrese la moda de los grandes motores, parece que es una lección no aprendida. Pero es producto de esa sensación de seguridad que da una industria energética en pleno proceso de expansión.