Ya no queda duda que López Obrador está decidido de ir por el control electoral en este país, pero tal lance necesita también sus distractores ante lo negativo de esas intenciones
El manual del populista marca claramente la necesidad de identificar y combatir a los enemigos del pueblo. Es ahí donde viven los neoliberales, los fifís, la clase media y los conservadores en el discurso presidencial.
Pero el instructivo indica también la necesidad de tener enemigos externos, poderes supranacionales a los que se pueda vender como una amenaza para las causas superiores del pueblo bueno.
Ahí en esa canasta están España, la Organización de Estados Americanos o Perú. Sin embargo, en esa simplificación que busca torcer la realidad, habían omitido al enemigo favorito de varias generaciones de la izquierda mexicana y latinoamericana: el imperialismo yanqui.
Claro, cuando el populismo mexicano tomó Palacio se encontró de frente con el papá de los populistas de derecha en la presidencia de Estados Unidos. Y más allá de la empatía inmediata con Donald Trump, no era buena idea jugar a las vencidas con un republicano que no conoció nunca los límites.
El gobierno de Joe Biden nunca mordió el anzuelo y de hecho México ha quedado relegado entre las prioridades políticas de La Casa Blanca.
Pero ahí están los otros populistas estadounidenses que evidentemente ven en México y sus problemas de migración, narcotráfico e inseguridad un inmejorable caldo de cultivo para sus propios intereses político-electorales.
Senadores, exfiscales, congresistas o hasta gobernadores estadounidenses que quedan muy bien con sus clientelas políticas pero que alimentan al monstruo populista mexicano que solo está a la espera de engancharse con un pleito de grandes ligas contra Estados Unidos en estas cercanías de las elecciones.
Es un hecho que hoy la inseguridad, el narcotráfico y hasta el estilo de gobernar del presidente Andrés Manuel López Obrador ya son tema recurrente entre alguna parte de la opinión pública estadounidense.
Llegó a titulares el secuestro y asesinato de los ciudadanos estadounidenses en la frontera común, pero ya había estado en espacios destacados de los medios de comunicación la intentona de aniquilar a la autoridad electoral para quedarse con el control de las elecciones y sus resultados.
Joe Biden, a través de su vocera, se apresuró a desactivar la bomba legislativa que le preparaban a México para declarar como grupos terroristas a los cárteles de la droga mexicanos.
No lo quiso escuchar López Obrador, quien ya se envolvió en la bandera de la soberanía y la defensa de la patria, pero La Casa Blanca descartó el uso de cualquier recurso de fuerza en territorio mexicano contra esos grupos delincuenciales. El no fue rotundo.
El peligro del escalamiento de la beta nacionalista, por parte del régimen de López Obrador, es que se contagie rápidamente a otros ámbitos como el comercial. Ya amenazó con que su gobierno sería el promovente de un panel del T-MEC por el tema agroindustrial. Una controversia que claramente está perdida para México por la falta de argumentos científicos en ese tema.
Ya no queda duda que López Obrador está decidido de ir por el control electoral en este país, pero tal lance necesita también sus distractores ante lo negativo de esas intenciones.
Y el manual del populista también lo dice, hay que crear distractores que permitan generar una cortina de humo que encubra lo que ocurre detrás, que sería sí muy difícil de justificar.