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En el año de 1955 un ciclón arrasó un pueblo del sureste mexicano llamado Chetumal. No quedaron sino escombros y lodo de lo que había sido un humilde, pero orgulloso pueblo de madera.

El ciclón fue en septiembre de ese año. El año siguiente, 1956, registró el mayor índice de nacimientos que hubiera tenido el pueblo hasta entonces, entre ellos el del poeta Luis Miguel Aguilar, venido al mundo el 23 de septiembre de 1956.

La respuesta de aquella comunidad perdida ante las pérdidas mortales del ciclón fue vivir más, cumplir sin inhibiciones del mandato bíblico de multiplicarse.

Debió ser un gran motivo de alegría para Chetumal ir sabiendo que, conforme el pueblo se reconstruía físicamente de su desgracia, aquí y allá, en esta o aquella casa del pueblo derrengado, iban naciendo nuevos chetumalenses pertinaces, de padres negados a la fatalidad, resistentes a la extinción, indiferentes a la desgracia.

Por contra de esta memoria de la vida exuberante, he leído dos notas de nacimientos avaros en pueblos infecundos.

Una es la del primer niño que ha nacido en 80 años en la más pequeña de las islas Hébridas, Easdale, de solo 60 habitantes (La Vanguardia, 2/5/2016). La otra en un pueblo perdido de Italia, llamado Ostana, de solo 85 habitantes, donde, hace unas semanas nació el primer bebé en 28 años (http://wapo.st/1QSJOwc ).

Easdale es una isla dual, paradisiaca en verano, infernal en invierno, que llegó a tener 500 habitantes en el siglo XIX cuando la isla era una mina de pizarra para hacer aquellos techos que se pusieron de moda en todo el imperio británico.

Ostana ha ido perdiendo sus habitantes poco a poco, igual que otros pueblos de Italia, porque sus jóvenes emigran en busca de otra vida, dejando a sus pueblos camino a una silenciosa, fantasmal extinción.

Hay algo potente, melancólico y metafórico, en estos pueblos yermos que se apagan desde dentro, y algo feliz también, digno de atenta alegría, en el hecho sencillo de que haya vuelto a visitarlos el milagro de nacer.

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