Los crímenes habían pasado a ser, por omisión o comisión, responsabilidad del Estado. Pequeño giro.
La guerra contra las drogas del presidente Calderón logró establecer la narrativa de que la violencia que ensangrentaba al país era, en lo fundamental, de criminales contra criminales.
Las estadísticas le dieron siempre la razón y dejaron para el gobierno solo la responsabilidad honrosa de haber decidido combatirlos.
La violencia gubernamental fue presentada a la sociedad como una respuesta obligada del Estado a la violencia criminal previa.
La idea de que la violencia estatal podía ser causa del crecimiento de la violencia no empezó a plantearse como una de las explicaciones de la matanza sino hasta bien avanzado el gobierno, e irreversible ya la guerra.
Muy congruente con la narrativa de que la violencia venía del crimen fue la continua exhibición ante los medios de los criminales presos o muertos por el Estado, responsables del horror.
Como en toda narrativa convincente, en esta había gran parte de verdad: las purgas entre bandas eran el origen de la mayoría de los protagonistas de la guerra.
El gobierno de Peña Nieto puso aquella narrativa en descanso, dejó de asustar a la sociedad con cifras de muertos y fotos de colgados, dejó de hablar de la violencia como una prioridad y no hizo el corte de caja de la herencia de sangre que recibía.
Los criminales dejaron de ser responsables de la matanza, la matanza desapareció del discurso gubernamental, que se consagró a las reformas.
Llegó entonces la crisis de Michoacán, que mostró a la autoridad local priista coludida con el crimen. El gobierno federal se responsabilizó del estado, y contuvo y expulsó a los criminales, en un efecto cucaracha, hacia las vecinas entidades de Guerrero y Estado de México.
Del Estado de México llegó el caso de Tlatlaya, que mostró al Ejército haciendo ejecuciones extrajudiciales. De Guerrero llegó el caso de los desaparecidos de Ayotzinapa, que el gobierno federal asumió como una crisis propia, ante el vacío del gobierno local.
Ahí estaba el gobierno federal en medio de los muertos, pero no estaba ya la narrativa que culpaba a los criminales de sus crímenes. Los crímenes habían pasado a ser, por omisión o comisión, responsabilidad del Estado.
Pequeño giro.