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Hay algo irresistible a la imaginación en el crimen, lo mismo que en la violencia de la historia.

En sus melancólicas cavilaciones sobre la guerra Freud reparó en el hecho de que los grandes héroes de la historia universal fuesen por lo común grandes guerreros, grandes conquistadores. En el fondo, grandes homicidas.

El crimen es una vertiente menor de la fascinación humana por la violencia en la historia. Una fascinación que puede estar bañada de horror, como en la incesante recreación del Holocausto, cuya atracción es más profunda que el horror que produce.

El crimen carece de esas dimensiones catárticas, o las tiene menores, pero es un río favorito del periodismo, el cine y la literatura. En el fondo, de la imaginación popular.

Hay ese pasaje de Orwell que describe a un apacible hombre de clase media llegando a su casa, se pone una bata, se sirve una copa y se sienta a leer el periódico frente a la chimenea.

¿Qué lee este hombre tan concentradamente en el acogedor y apacible entorno de su casa? Orwell responde: lee la página policiaca.

Si algo potente ha construido la imaginería cinematográfica del siglo XX, es un romance con el crimen y la violencia. Sin vaqueros ni gánsters ni violencia, Hollywood no sería lo que es. Y la cultura popular estadounidense, en el fondo la única global, perdería algunas de sus leyendas mayores.

Algo de esta pulsión irresistible a la imaginación hay en los hechos criminales de México o Colombia para el caso del narco, y para el caso de los yihadines violentos en el mundo musulmán.

En el crimen o en la historia, el personaje violento gana si su violencia puede asociarse a un fondo de justicia plebeya o de rechazo a la opresión.

Es el caso de Robin Hood en la historia universal, y de Francisco Villa en México, cuya violencia plebeya está cubierta por un aura valiente y justiciera.

El tema del valor crea su propio espacio mítico, lo mismo que estar huyendo por haber desafiado a la autoridad.

De estos ganchos imaginarios penden las leyendas de los violentos y los criminales, aunque tengan las manos llenas de sangre.

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