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La revista semanal del diario El País, tiene una deliciosa sección que llama Cartas Blancas, en la cual alguien escribe a otro cartas que hubiera deseado escribir. Me invitaron a escribir una de esas cartas y cayó en mí la idea de escribirle a Herman Meville. Le escribí esto (versión acortada):

Querido Herman Melville:

He vuelto a la historia de tu vida tal como la refiere Andrew del Banco en tu biografía. He pensado al leerla que tu olvido fue más grande que tu gloria.

Me ha costado creer que pasaste los últimos veinte años de tu vida trabajando como agente aduanal en los muelles de Nueva York. Era un mundo de sobornos y mordidas, y es fama que las rechazaste todas salvo en defensa propia, cuando aceptaste pagar el 2 por ciento de tu salario anual al Comité Estatal del Partido Republicano de la ciudad, a cuyas influencias debías el puesto y por cuyas influencias podías perderlo.

El 4 de marzo de 1887 recibiste constancia de regalías de tus editores, y supiste que no habían reimpreso ningún libro tuyo desde 1876: once años.

La muerte te había rondado en la peor de sus formas. Tu hijo mayor, Malcolm, se quitó la vida en tu propia casa, la noche del 10 de septiembre de 1867. En 1872, murió tu hermano Allan; en 1885, tu hija Lucy, antes de cumplir los treinta años. En julio de ese mismo año, tu hermana Fanny, de una larga y penosa enfermedad: cáncer de los huesos. En febrero de 1886 recibiste la noticia de que tu hijo Stanwix, había muerto en un hotel de San Francisco, a los treinta y cinco años.

Algo del resplandor de las muertes prematuras de tus hijos brilla en la juventud del héroe de tu último libro, Billy Budd, el marinero destruido precisamente por la intolerable luz de su existencia.

Moriste el 28 de septiembre de 1891 en la cama de bastidor de acero de tu casa. Tuviste un funeral discreto, en tu misma casa. The New York Times refirió tu muerte como la de un Henry Melville.

Luego, empezó la gloria. Me pregunto si sabías que esa gloria estaba en ti.

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