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Zenobia
Foto de internet.

Privar al pueblo de su patrimonio arqueológico e intentar borrar su historia conlleva una masacre que empieza con la limpieza cultural. Las hordas yihadistas, entre junio y octubre de 2015, se dieron a la tarea de destruir aquello que consideraban, dañaba sus creencias religiosas.

Así vuelan por los aires parte de los templos de Palmira en el desierto de Siria, destruyendo gran parte de la columnata del Tetrapylon, causando serios daños a la fachada del teatro romano y al templo de Baal, dejando sólo el pórtico en pie.

Entre las ruinas se percibe el llanto de una mujer que en forma etérea se presenta con su bata blanca. El polvo del bombardeo hace difícil ver su rostro desolado. Un ente abstracto que pervive, abriéndose paso por el sórdido silencio que engendra la desolación. Las lágrimas se escurren como cuando estaba encarnada; han banalizado su bella ciudad. Ninguno como ella la amó hasta dar la vida, nadie puede entender el dolor que se ancla en la piel como si se la cortaran. El corazón lo tiene destrozado, se siente ultrajada aunque ya no tiene un aspecto terrenal. Ella percibe como lo hace a quien le han cortado un brazo y le duele aunque ya no este ahí. El cuerpo que habitaba quedó casi olvidado con el paso de los siglos, pero ella viaja entre dimensiones custodiando lo que siempre sintió suyo.

Septimia Bathzabbai Zainib, conocida como Zenobia, se pasea con los hombros decaídos por los restos de las piedras que daban gloria a los edificios que edificó. En cada espacio quedó la firma con su nombre que en arameo era Bat-Zabbai.

Sentada sobre una piedra, la encuentro entre las líneas del papel en el que escribo, de pronto el sol candente me deslumbra, me sofoca y la arena me dificulta respirar. Me traslado como si pudiera a esta zona tan lejana porque me llevan mi ganas de honrarla, porque veo que el alma se le desgaja. Quizá dibujar su historia en unos renglones para que otros escuchen su llanto y puedan sentir empatía sólo con imaginar el dolor que supone la pérdida de algo tan valioso como lo fue su pequeño imperio, le ayude en el paso por el duelo que supone ver a su ciudad destrozada.

Para alguien de dudoso origen, hablar arameo de Palmira y copto de Egipto así como el griego y  latín  supone un proceder de alto rango. Tal vez fue hija de una esclava y de un gobernador romano como siempre se ha dicho. Su corta vida dejó en el tiempo una huella sobre su capacidad de estratega y su confusa muerte deja un halo de mágica curiosidad en mi mirada, cuando busco y encuentro lo que hay escrito sobre ella. Entonces me inclino, agacho la cabeza porque se me hincha el pecho de admiración como gran soberana.

En el pincel de los artistas, en la pluma de quien escribió sobre ella, se percibe un asombro que suena legendario, un baluarte de resistencia casi mítica. Su belleza alcanzó los confines de su reino y creó la leyenda de su descendencia encarnándola en el consciente colectivo. Con orgullo contaba que era descendiente de Cleopatra y esto le daba peso a su investidura.

Reina de la ciudad nabatea de Palmira entre 267 y 272 DC. Esta hermosa ciudad, situada en los confines del desierto sirio, en la moderna provincia de Homs,  transformada en provincia romana en el siglo I.

Logró crear un imperio que abarcaba toda Asia Menor. Dotada de una extraordinaria astucia política, un talento asombroso para las estrategias y de una excepcional capacidad de persuasión, llegó hasta Egipto en el año 269, el granero de Roma, reclamando la corona para su hijo.

Pensarla me genera esta sensación de confusión pues, apenas con 14 años, se convertía en la segunda esposa de Septimio Odenato, el raz (señor) de Palmira y yo me pienso a esa edad apenas una niña, mirando el mundo que me parecía infranqueable tras mi ventana.

De su unión nació Vabalato y quedó viuda joven, a manos del sobrino de su esposo, que terminó también con la vida del hijastro en venganza por un castigo que le habían procurado. Entonces aprovechó los vacíos de poder en los reinos circundantes y sublevó a su pueblo en contra del imperio sasánida declarando que lo hacía para proteger el imperio romano. Pero había una cierta ambición de crear el suyo y eso no gustó. Al sobrino lo ejecutó y con ello vengó la muerte de su esposo.

La puesta en marcha de una extraordinaria política edilicia la puso a la tarea de fortificar y embellecer la ciudad. Sus súbditos la adoraban entre sus muros de más de 21 kilómetros donde vivían unas 150 mil personas. Se dedicó a embellecer su ciudad, probablemente sentía orgullo al mirar la avenida principal, custodiada por grandes columnas corintias de más de 15 metros de altura. Erguió hermosos templos, monumentos y jardines. Decidió que le esculpieran una hermosa estatua y la puso junto a la de su esposo. Llamó a todos los nobles a que hicieran lo mismo y posaron ante afamados artistas. Qué magnificencia debió haber sido aquello, cuando llegaron a levantarse más de 200 estatuas en las paredes de ágora.

Su vida fue una inesperada travesía. Sus manos conocieron la caricia de la telas preciosas y las cadenas del sometimiento. Sobre el cuello llevaba magníficas joyas talladas por doctos artesanos. Sus ojos contemplaron la grandeza de la ciudad y las lágrimas la acompañaron en la agonía de la derrota, cuando puso contra las cuerdas al imperio Romano. Aureliano fue coronado, entonces puso la mirada en aquellos confines del imperio, miró enfurecido la desfachatez de la reina causante de la hambruna en Roma y miró con gran preocupación el crecimiento del territorio de la reina Zenobia.

Con todo su ejército se dirigió a combatirla y la doblegó pese a contar con un instruido y aguerrido ejército de arqueros y catafractas, una caballería pesada en la que tanto el jinete como el caballo estaban dotados de armaduras. Nada pudo hacer para evitar la pérdida de Egipto que tan orgullosa la hacía sentir. Quizá su desmedida ambición le hizo perder de vista que Roma era demasiado grande y, por más astucia y capacidad que ella tuviera, era casi imposible vencerla.

La persiguieron hasta que la tomaron prisionera en  la ciudad de Emesa, actual Homs, con su hijo y fue enviada a Roma como rehén. Que curiosidad me embriaga al saber cuál sería su destino. ¿Acaso una enfermedad cobró su vida? ¿O será que fue capaz de ponerse en huelga de hambre hasta morir de inanición. ¿Le cortaron la cabeza? Tal vez la perdió para dejar un ejemplo de valía entre los suyos. Dicen algunos que Aureliano quedó impresionado con su belleza y su sabiduría, y quizá la liberó. Me gusta pensarla convirtiéndose en una destacada filosofa en Tivoli.

Qué difícil hilar una historia que lleva en sus raíces el problema del lenguaje, pues al transcribir de uno a otro va perdiendo su verdadera significancia, o quizá se aprovecha para  modular a modo por quien la escribe, buscando algún tipo de interés en ello.

Han pasado cuatro años desde aquel día que se hizo presente en el rescoldo de las bombas y Palmira se yergue todavía majestuosa por encima de los daños y del olvido. Me parece sentir los pasos de su reina, su mano sobre mi hombro mientras va leyendo lo que escribo. Son apenas una líneas que intentan rescatar del polvo la grandeza de una mujer que dirigió a su pueblo con orgullo y valentía. Una especie de homenaje para que otros sepan que existió, pues son pocos lo que hoy han escuchado sobre ti.

Hasta pronto reina Zenobia, será que no te olvide, me inclino como si estuvieras, deseando que esto sea de tu agrado, que el tono de mis letras logren realmente ponerte ahí, donde te corresponde.

DZ