En la cocina danzo, hago poesía, me tejo con los ingredientes y los vuelvo una sinfonía de olores, sabores y texturas para compartir
Receta de Caldo Restaurador
Ingredientes
1 kg de carne (puede ser de res o pollo)
2 litros de agua
2 zanahorias, peladas y cortadas en rodajas
1 cebolla, pelada y cortada en cuartos
2 ramas de apio, cortadas en trozos
1 hoja de laurel
Sal y pimienta al gusto
Perejil fresco para decorar
Instrucciones
1. En una olla grande, se coloca la carne y se cubre con agua. Lleva a ebullición y cocina a fuego medio durante unos 10 minutos. Esto ayudará a eliminar impurezas.
2. Añade las zanahorias, la cebolla, el apio y la hoja de laurel a la olla. Reduce el fuego y deja que el caldo hierva a fuego lento.
3. Cocina a fuego lento durante aproximadamente 1.5 a 2 horas. Durante este tiempo, la carne se volverá tierna y los sabores se mezclarán.
4. Al final de la cocción, agrega sal y pimienta al gusto. Si prefieres un caldo más claro, puedes colar el líquido para eliminar los sólidos.
5. Sirve caliente en tazones, decorando con perejil fresco picado.
Receta de Dossier Boulanger el dueño del primer restaurante del mundo.
Una de mis grandes pasiones es cocinar, es la actividad donde me entrelazo con la parte más profunda de mi ser. En la cocina danzo, hago poesía, me tejo con los ingredientes y los vuelvo una sinfonía de olores, sabores y texturas para compartir. Uso todas mis capacidades y en alguna parte de mi mente aparece la loca idea de que si soy bruja, que uso magia, creando recetas que necesitan de la alquimia, transformando ingredientes en creaciones que considero bellezas culinarias.
Busco deleitar los sentidos evocando emociones sólo para un pequeño fragmento del tiempo. En la cocina se funde mi corazón como regalo para otros. Una devoción que me envuelve y que traspasa mi razón.
Cuando lo hago me transporto, es una forma de meditación activa, mientras me concentro en las tareas, voy picando, mezclando, usando cada ingrediente, mientras voy calmando mi mente, generando una conexión profunda con el momento presente.
La gastronomía mantiene viva la cultura de un pueblo, mantiene la vitalidad de las tradiciones familiares con su propia narrativa culinaria, en ello se van contando historias sobre su origen, evocado en cada bocado. Así el presente se teje con el pasado, y va dejando en la imaginación un futuro, donde aparece el colorido de la mesa, los manteles largos, las flores frescas, la vajilla.
Todo comienza cuando pienso a los otros, me pregunto qué les gustaría, qué ingredientes les hacen bien. Me tomo el tiempo para tejer el menú, voy al mercado y escojo con cuidado los insumos más frescos, y es que en verdad, no sabe igual cuando es congelado o cuando está lleno de insecticidas y fertilizantes.
En lo que a mi concierne, preparar alimentos es ser herramienta para transformar lo que ya existe, es escapar de la vorágine de lo cotidiano, buscando que por unos breves momentos uno pueda olvidar el ajetreo de la vida y sus vicisitudes. Es permitirme acariciar y consentir usando mis manos y brazos para algo más que abrazar. Voy dejando en cada platillo un pedacito de quien soy.
El fervor de hacerlo comenzó cuando mis hijos eran pequeños, aprendiendo a convertir una necesidad básica en una fiesta, usando la mesa como marco para dejar improntas de un espacio entrañable de recuerdos, que convierten el alimentarse así, en una parte esencial de la vida cotidiana. Pero no, no soy experta, no estudié para ello, he aprendido de otros, me robo recetas, soy una simple aprendiz de cocinera.
Me da la impresión que cocinar es la primera de las artes, porque se requiere de una capacidad que brota de las entrañas y que se va cultivando en la presencia de la estufa, donde el fuego crepita junto a la fragancia terrosa de las hierbas y el dulzor de las verduras. Es el espacio donde el sonido del burbujeo de los caldos, se van mezclando de especias que chisporrotean al contacto con el calor y el aroma va apoderándose del aire. Un lugar donde la lengua se va refinando, mientras los sabores estallan en la boca.
Sin duda, es una experiencia sensorial integral que involucra a todos los sentidos. El sabor es un fenómeno que no puede compartirse a través de las palabras, no hay en el lenguaje suficientes palabras para definir lo que es excelso. Hace falta el cuerpo y la experiencia para integrarlo.
Cuando cocino, me gusta hacerlo descalza, poner música, tomar una buena copa de vino, dejarme envolver con los aromas de los ingredientes en cocción, voy construyendo la presentación visual de los platos, imaginando las texturas al comer, cada elemento enriqueciendo la experiencia culinaria de manera que otras artes, como la pintura o la música, no pueden replicar en su totalidad.
Gran parte de la belleza que brota en mi cocina, es porque estoy consciente de que es un ejercicio esencialmente efímero, viviendo la cadencia de la impermanencia, aprendiendo a disfrutar ese único momento, donde el paladar se va de fiesta. Otras formas de arte pueden ser preservadas y apreciadas a lo largo del tiempo, sin duda es una actividad que engrandece la existencia.
Una vez que un plato es servido, esa única obra es consumida, añadiendo un sentido de urgencia y singularidad a cada creación. Es el momento del día donde se combina la creatividad con la necesidad de alimentarse, lo que la convierte en una forma de arte íntimamente ligada a la vida cotidiana.
Quien cocina tiene en sus manos el vínculo que une la tierra con lo sagrado, cuando se refleja un profundo respeto por la naturaleza y la vida, tejiendo lo que nutre al cuerpo, elevándose para alimentar el alma. Así se convierte en un acto de meditación y devoción, donde cada ingrediente es tratado con atención y respeto.
Durante el medioevo, uno de los cocineros más destacados en la corte fue Guillaume Tirel, conocido como Taillevent. Nacido en 1314, se convirtió en un importante chef de la corte francesa, comenzando su carrera como aprendiz en la coronación de Juana de Évreux en 1326. A lo largo de su vida, trabajó para varios reyes, incluyendo a Felipe de Valois y Carlos V, donde alcanzó el puesto de primer cocinero y jefe de cocina del rey.
Taillevent es famoso por su obra “Le Viandier”, un libro de recetas que se considera uno de los primeros tratados de cocina en la historia de Francia; revisando sus recetas me ha llamado la atención que no ponía cantidades, lo que lo hacía, sin duda, todavía más compleja la labor. Yo he plasmado como cocino, también en un recetario, que busca hilvanar las recetas de otros, con algunas mías y mi forma peculiar de cocinar.
El oficio de la cocina para mí no solo incluye preparar alimentos, me parece realmente interesante conocer un poco sobre la historia del desarrollo de solo comer, a punto de convertirlo en un entretenimiento, llevándolo a ser un show, mientras el comensal observa cómo se preparan los alimentos.
Aunque el primer utensilio que inventamos fue el cuchillo en el paleolítico, hace más de un millón de años, seguíamos usando las manos para comer, después apareció la cuchara, que fue el primer utensilio desplazando las manos y los dedos. El tenedor, tal como lo conocemos hoy, se originó en el Imperio Bizantino en el siglo XI. Se dice que fue introducido en Italia por Teodora, hija del emperador Constantino Ducas, cuando se casó con el dux de Venecia. Sin embargo, su uso no se popularizó hasta el siglo XVI, cuando se empezó a considerar más higiénico. Durante el siglo XVII, su aceptación se extendió, especialmente en las cortes europeas, y se consolidó en el siglo XVIII con la Revolución Industrial, cuando se democratizó su uso entre diferentes clases sociales.
Hasta mediados del siglo XX, las cocinas eran generalmente espacios cerrados, diseñados para la preparación de alimentos, aislados del resto de la vivienda, pues no era percibido como un lugar de reunión. Este cambio fue impulsado por un deseo de crear espacios más fluidos y funcionales, donde las familias pudieran interactuar mientras cocinaban y compartían comidas.
¿El uso de platos? en un principio eran hojas y ya en el antiguo Egipto y Mesopotamia, se utilizaban de barro y metal para servir alimentos.
«Un cocinero educa el gusto como el músico educa el oído», afirma Pierre Manceron, el personaje de la película “Delicioso” del director Éric Besnard estrenada en 2021. Una producción francesa, que se inspira en la historia de la creación del primer restaurante del mundo, y se desarrolla en el contexto de la Revolución Francesa, donde la lucha de clases y el ansia de libertad forman parte esencial de los ingredientes del menú. La película es realmente bellísima.
En la vida real, la historia en sus páginas, escribe que en 1765, la Rue des Poulies, en París, vio abrir sus puertas a un pequeño local donde un cocinero que hacía caldos llamado Dossier Boulanger, colocó un letrero en la entrada del establecimiento dando la bienvenida en latín: «Venite ad me, omnes qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos» “venid a mí, hombres de estómago cansado, y yo os restauraré”. Ahí nació el nombre que hoy damos a los lugares donde se sirve alimento durante el día y parte de la noche por un precio. A diferencia de las tabernas y posadas de la época, donde los comensales se sentaban en largas mesas compartidas, el restaurante de Boulanger introdujo la innovación de mesas separadas. Aunque el local era modesto en comparación con los estándares actuales, permitía una experiencia más íntima y cómoda para los clientes. Introdujo la idea de un menú, una carta con diferentes opciones de comida, permitiendo elegir lo que deseaban comer. Esto representó un avance significativo en la experiencia culinaria.
Auguste Escoffier en el siglo XVIII comenzó a establecer jerarquías y estándares en las cocinas de los restaurantes. Así, el “chef de cuisine” se convirtió en el encargado de organizar y coordinar todas las labores dentro de la cocina, así como de crear menús y gestionar costos. Cuando he servido para muchas personas, me acompaña como brazo derecho Idalia, que me dice Chef y saca una sonrisa de mi cara, porque ella sí lo es, yo no me siento así, no he tenido grandes maestros, ni recetas de mis abuelas, soy un aprendiz, puro amateurismo, “un romance cachorro, en las antípodas del profesionalismo”. Como escribe Carmela Pérez Morale en un ensayo llamado “Del hueso, caldo”. Derivas sobre la cocina, el ingrediente y la poesía.
Yo no tengo un restaurante, pero mi casa gira alrededor del comedor y la cocina. Me gusta dejar los espacios bellamente decorados, vestirme para recibir a mis comensales, amo el buen vino, y la música acompañando ese mágico momento, que se vuelve un cóctel de dopamina. Este es un neurotransmisor asociado con las sensaciones de placer y recompensa en el cerebro. Volviendo a la anticipación y el disfrute de la comida, lo que genera sensaciones de bienestar. Este proceso se activa no solo al consumir alimentos, sino también al anticipar la experiencia de comer, lo que se relaciona con la forma en que el cerebro responde a las recompensas.
Si pienso que con este acto amoroso se restaura el cuerpo, entonces quizá también tengo un restaurante, pero la única diferencia es que lo hago por puro gusto.
Vos sentate
que yo te doy de comer.
Te sirvo un plato de sopa de lentejas,
un mar chiquito
lleno de sol y de calor.
Le sumo una ensalada con ajíes
que queman como estrellas fugaces,
palta, aceitunas,
un toque de jugo de limón
y ajo.
Yo no soy una eximia cocinera,
pero por vos, amigo mío,
me paso la noche en vela
sudando en la cocina,
para que a la mañana
tengas la gastronomía
de once países diferentes
en tu plato.
Jesse Lee Kercheval
DZ