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No son invisibles
Foto de Clay LeConey en Unsplash

Un árbol frondoso de más de 100 años custodia la entrada de un lugar invisible para los ciudadanos de una ciudad que palpita, escondiendo a los seres que nos enfrentan a una realidad que no sabemos manejar.

La Ciudad de México vibra al son de los acontecimientos políticos, de los debates económicos y del ritmo de la vida cotidiana que hasta hace una semana, nos derretía de calor, anunciando que es verdad que hay una crisis climática.

El cielo lleno de nubes que barrunta agua para la tarde, va mezclando mis ideas, dejando improntas sensoriales que más tarde, como torrente de gotas, irán limpiando mis conceptos para dejar un suelo fértil, donde poder hilvanarlos de nuevo. Menuda tarea, pues esto incluye fragmentos de mi historia, cultura y percepciones emocionales. Tendré que hacer limpieza de todo ello, para poder tejer con nuevos hilos.

Nos hemos dado cita a las 8:30 de la mañana, algunos con curiosidad, otros con un poco de temor, y yo con la incertidumbre que se presenta cuando todavía no he puesto los pies en el lugar. Como terapeuta psicocorporal necesito percibir con el cuerpo.

Las paredes de un edificio al sur de la ciudad, construido a fines de los ochenta, anida una epidemia silenciosa llamada abandono. Debo confesar que lo primero que me inunda como sensación, es mi necesidad, esa que me pega y revuelca por dentro, cuando me cuesta entender por qué los recursos de un país, no pueden abrazar con dignidad a quien ha sido arrebatado de todo. En cada centímetro percibo el poco interés de quien gobierna este país, por aquellos que están en el escalafón más bajo de una sociedad, que va pudriéndose de a poco. Es tan limitado el personal, tan insuficientes los recursos, y aquí la población llega casi a los trescientos.

Mientras, camino junto a quienes trabajan en el recinto, al lado de nuestro equipo y de algunos estudiantes de psicología de la Universidad. Hemos ido a conocer el lugar vestidos con nuestras batas blancas. Queremos pintar un mural al final del pasillo, pasando los dormitorios donde las goteras han dejado encharcado. Hace frío, las lluvias torrenciales de estos días han refrescado la ciudad, veo algunos pies descalzos que quisiera cobijar, entendiendo que así les gusta, son ellos que no quieren taparlos, o a veces cubrir solo uno con un zapato tres tallas más grande, o más chico.

El muro mide unos 200 metros y será imposible pintarlo todo, pero podemos comenzar con un par de metros. ¿La idea? dejar que ellos nos cuenten sobre su mundo; la calle, ahí donde le temen a los perros y a las personas, pero conviven con las ratas. Ese lugar que han hecho suyo porque los hemos enviado ahí.

Vamos recibiendo las miradas curiosas, los saludos, nos preguntan cómo nos llamamos, y se abre un portón pesado para entrar en un espacio paralelo, a esta realidad que hemos construido a base de separar lo bello de lo feo, donde se engendran los juicios y prejuicios. Durante siglos, a base de ir escondiendo lo que no sabemos manejar, hemos elevado muros que creemos invisibilizan a esos otros, los que llamamos locos, pordioseros, indigentes, vagabundos, mendigos y desamparados, creyendo que agachando la mirada o mirando hacia otro lado, ya no están.

Creamos una realidad donde lo que consideramos fealdad no tiene cabida, la carencia de belleza, la ausencia de armonía da cabida a la mugre, a los olores que desprende el cuerpo con los días, a la enfermedad, a la vejez, entre tantas más.

El principio de no contradicción que arrastramos hace más de 2000 años nos rompió, pues si las cosas no pueden ser verdaderas y falsas al mismo tiempo y en el mismo sentido, nos dio pie a que la fealdad y belleza no podían ser al mismo tiempo, y comenzamos a separar, contraponiendo y escindiendo, volviéndolas dos mundos.

“Limpieza Social”. Así llamamos a la limpia que el gobierno de nuestro país, llama a estas jornadas, que tienen el fin de dar una imagen de ciudad de primer mundo, sin pobreza, suciedad y sin personas en la calle… Qué dolorosa realidad.

Si pudiera escenificar ese espacio donde habita la vergüenza, la humillación y el desconsuelo, podría imaginarlo frío, sin luz, lleno de alimañas, donde todo se cubre de dolor. En sus corredores, como entes que tienen hambre, caminan despacio, la ansiedad, la angustia y la depresión. Ahí están los enfermos mentales, los suicidas, los ladrones, violadores y asesinos. Todos estos no tienen cabida en ese mundo bello que hemos construido. ¿Podríamos reencontrar un hilo conductor que nos permita unir estos espacios con el resto?, ¿prevenirlos?

En nuestro consultorio tenemos pacientes que de no ser atendidos sistemáticamente, incluyendo el trabajo familiar, se precipitan a ser excluidos de todo y de todos. Algunos con trastornos mentales de distintos tipos, otros con adicciones, con traumas complejos generados por el abuso; y es que son tantos los factores que pueden llevar a alguien a que se extravíe en la calle, deambulando a veces por años, sumidos en un mundo de pobreza y de violencia, donde pasan despacio frente a nosotros, sin ser vistos.

Nos acostumbramos a volverlos invisibles y evitamos su mirada. Poder verlos, saber sus nombres, su historia, les devuelve su ser personas, y a nosotros, nos devuelve un poco de humanidad.

Batman se nos presenta, con sus calcetines amarillos y su capa guardada en una bolsa que cuelga con todo lo que tiene, hay un halo de inocencia que cubre su sonrisa desdentada. Al fondo, contemplo a Juan que nos sigue en su silla de ruedas desde lejos, con un sigilo que lo protege.  Pedro y Carlos no se acercan, mirándonos con sospecha, y otro llamado Manuel, nos cuenta sobre cómo va a reencarnar con cráneos en su cuerpo. El mundo delirante donde reina la psicosis, es un refugio a una existencia profundamente dolorosa, un espacio de protección para quien ha quedado excluido de una sociedad que no sabe cómo incluir a esos otros, y entonces ha decidido borrarlos volviedolos incorpóreos, como si en verdad se pudiera.

Aquí vive una población que ha sido traída de las calles, éste se ha vuelto el lugar donde los abraza, a falta de tener una familia, una de elección.  Se sienten parte de algo, donde el desprecio no tiene cabida, porque hay quien los escuche.

Mientras vamos caminando, van saliendo del comedor uno a uno, mi mente recuerda a Nietzsche que propuso que la fealdad y la belleza no son necesariamente opuestos, sino que pueden coexistir y complementarse, formando parte de una dualidad inherente a la experiencia estética. Y que quizá en ello lo feo comience a tener matices distintos, se abra el poder mirarnos y cuidarnos.

Cuando conciliemos esto internamente, entonces quedará solo el ser humano, desnudo ante sus circunstancias, tal cual es, y entonces, irán desapareciendo los prejuicios, los juicios y los culpables. Ya no será negro o blanco.

Salgo agradecida, con la idea de tejer junto a nuestro equipo y con quienes trabajan en este lugar, buscando un puente que comunique este mundo con la realidad donde la gran mayoría vivimos, acorralados por nuestras ideas. Me llevo la consigna de ir más allá de mi necesidad de que estén en mejores condiciones, de aprender que con muy poquitos recursos, hay seres humanos que todavía engrandecen nuestra especie, apostando a tocar el alma de otros, restaurando su esencia sin importar las carencias.

“Miguel lleva ya un año sin lesionarse.” Ha sido visto y abrazado así como es. Sanarnos es reconocernos sin miedo, sin etiquetas, restaurando nuestras escisiones para tejernos nuevamente en una comunidad que nos engrandezca.

DZ

Nota al margen: el título lo pedí prestado de un artículo que publicamos en Publimetro.

https://www.publimetro.com.mx/opinion/2024/06/09/no-son-invisibles-por-cerebro-mexico/?fbclid=IwY2xjawDvi2hleHRuA2FlbQIxMQABHdLvfeStk93W1xoFijjIEt8uKuvigzptRoOTTe3jBxbpbP8d5a30umqZ4A_aem_vpY9lXd6KWktCjhyF__7Bw

Agradecemos a quienes nos permitieron entrar en las instalaciones, nos deja anonadado con su trabajo y a cada uno de los seres humanos que habitan en él, por abrirnos un mundo de sabiduría sin precedentes.