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El espejo y la ventana
El espejo y la ventana.

Un trozo azul tiene mayor
intensidad que todo el cielo,
yo siento que allí vive, a flor
del éxtasis feliz, mi anhelo.

Un viento de espíritus, pasa
muy lejos, desde mi ventana,
dando un aire en que despedaza
su carne una angélica diana.

Y en la alegría de los Gestos,
ebrios de azur, que se derraman…
siento bullir locos pretextos,
que estando aquí, ¡de allá me llaman!

De uno de los mejores poetas nicaragüenses: Alfonso Cortes que se cambió de nombre por Quijano cuando se volvió loco

Si pudiera escoger un color que pudiera hablar sobre la muerte, se que no hubiera escogido el blanco. Pero para quien entiende el mundo con una cámara y se vuelve un retratista de las emociones; la falta de color prima una reflexion cuando de la muerte se trata. Así se desencadena un viaje mientras plantea como sostener, ensanchar y embalsamar el tiempo más allá del tiempo, plasmando una narrativa que reafirma los conceptos binarios que se ponen en juego durante el relato; vida-muerte, negro y blanco.

Ocupar una butaca con el cuerpo desacostumbrado a su abrazo en el cine después de dos años de ausencia, es un gozo. Entre 170 producciones procedentes de 43 países, este jueves 10 de marzo de 2022, dio inicio el Festival Internacional de Cine de la UNAM. Hoy domingo 13 invitada por Lucia, hermana de Diego Gutiérrez cineasta, artista visual y fotógrafo, me siento entre el público a disfrutar su último largometraje; El espejo y la ventana.

Fui acompañando desde muy temprano los sentimientos que transitaban entre el nervio y la incertidumbre de Lucia, Pepe y Georgina que no lo habían visto. Se abrió para mí la posibilidad de atravesar la pantalla, dejar mi materia sentada en la silla, comenzando el viaje hacia mi memoria, tapizarla de imágenes que había olvidado y que forman parte de un pedacito de mi historia.

En el documental, Diego sabe que pronto perderá a dos seres queridos: su madre Gina Coppe a quien conocí, y fungió de niña mi posibilidad de revestir la imagen de una madre que amaba a sus hijos y que a mí tanta falta me hacía. El otro; su mejor amigo Danniel Danniel con quien compartió la pasión por el cine. Ambos le piden que los filme sabiendo que pronto morirán y así deja plasmados en imágenes, algunas reminiscencias de esta fase final de sus vidas.

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El espejo y la ventana. Foto: maharky.

Para quienes nos quedamos, después de la partida de un ser querido, el tránsito por ese espacio denso donde los límites, si es que son reales, se cobran en un antes de la muerte y un después. Se deposita en la persona muerta sentimientos diferenciados, como el amor que se le ha tenido si es que lo hubo y el enojo que genera la sensación de abandono que la pérdida acuna.

En contraposición aparece: el miedo a nuestra propia muerte, que surge y se plantea como una negación, algo que no cabe en lo posible aunque sea irremediable. Entonces se abren los cajones de la expresión compleja que implica el hecho biológico: los matices de lo social, de lo que abraza lo cultural y lo histórico, pero sobre todo de sus numerosas manifestaciones.

Diego rompe las estructuras con su cámara, acotando en imágenes lo aprendido, rasgando los constructos heredados y proponiendo otra mirada a través de una íntima presencia.

Labra la posibilidad de aprender algo del trance, intentando responder a más de una pregunta dejándolas heladas como el iceberg, volviendo las palabras arte, poesía y música para transformarlas en un medio para dar voz a lo que sentimos. Quizás después de todo, morir no es un hecho bruto que solo toca lo biológico, después de todo acaricia permanentemente la vida.

Usa la heurística como arte para inventar y procurar estrategias, buscando métodos, hurgando en nuevos criterios que permitan responder con creatividad. Aparece la pregunta ¿De que se trata esto, de morirse? Mientras, va cuestionando el pensamiento lineal en escenas que marcan el claro obscuro en las tonalidades. Así va cubriendo la mirada del ser humano a sí-mismo como una suerte de ficción, una escala útil para cuestionar y redefinir los conceptos.

A nivel pragmático, el interés está puesto en la utilidad de la explicación acerca del comportamiento que tenemos y de su valor como verdad.

Aparece la invitación a redefinir el duelo y sus alcances. Brotan inherentes signos de interrogación ¿Por qué y para qué estamos aquí? ¿Vale la pena? ¿Es suficiente? ¿Con qué historias queremos que nos recuerden?

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El espejo y la ventana. Foto: maharky.

Cuando uno sabe que ya es su tiempo, es duro asimilar la idea pronta y amablemente, se vuelve una transición hacia lo desconocido, un último trecho para recorrer lo que queda del camino sobre sus laberínticos huecos.

Para mirar la muerte de frente, no hay mecanismos que puedan contenerla, pero abordar el último trayecto logrando construir en la intimidad un flujo de lo cotidiano, permite retardar el compás, alargando los intervalos entre un momento y otro. Se van dejando espacios liminales para inhalar y exhalar, permitiendo que se abra paso el silencio, ahí donde se comienza a atravesar la despedida y quizá así no duela tanto.

El largometraje invita a un salto al vacío, un intento para visualizar la nada y tocarla. Es una tentativa de discurrir en el final, sobre de qué trata la vida.

Gina es filmada en su departamento en la Ciudad de México, mientras mira el mundo por su ventana. Marca un recuerdo que se detiene en un individual perfectamente almidonado, con letras bordadas que manifiesta lo chico que se ve su apellido Coppe junto al de su marido Gutiérrez que acuña más letras que el suyo. Alza de pronto la mirada hacia una nube negra que rompe la estructura de lo pensamos que es bello, “mira que hermosa es” le dice a quien con tanto cariño la acompaña, mientras el ruido del tráfico de la calle responde con su bullicio, enmarcado por el volcán Popocatepetl y su fumarola que pinta el cielo a lo lejos.

Del otro lado del mundo, Danniel en un restaurante holandés donde el tiempo se ha detenido en los años cincuenta sobre sus muebles añejos, se siente como en casa. Entre sus manos sostiene un retrato de él niño ataviado con un vestido, lo lleva lentamente a mirarse con ternura, mientras ríe la lejanía de su padre y los recuerdos de su presencia en la cama matrimonial, que apenas con cuatro años les roba la intimidad, dejando a medias este reclamo de quien le ha dado su apellido, en la distancia.

El viaje a través de sus recuerdos, de esos que atesoran, van cuestionando cómo uno va tejiendo la memoria, acomodándola, reintrepretándola, generando quizá imágenes desasociadas, inverosímiles de recuerdos que a veces no hacen sentido.

Así va dejando claro que la historia propia es así, caprichosa, llena de espacios sinuosos donde se anidan las emociones, lo que no pudo ser y lo que se hubiera querido. La cámara capta una indagatoria retrospectiva de aquello que les ha configurado hasta ese momento, mientras se enfrentan al miedo del no-ser.

El agua se abre paso en la pantalla blanca desde el principio, apenas con sonidos calmos hasta llegar a escenas de peligrosas corrientes, de olas escarpadas que marcan la furia del mar y como la circundan. Su impetuosidad funge como metáfora del trance por el que los personajes están atravesando, mostrando la masa del continente helado. Aparece la Antártida como espejo de la muerte, deteniéndola, congelándola.

El hielo nos lleva a un viaje donde habita un lugar sin rastro de la existencia humana, a un posible vacío de color, lleno de sonidos, texturas y olores ajenos para aquellos que no hemos estado ante su presencia desconocida y que vivimos en las ciudades.

Mientras, el cineasta escucha a su amigo y a su madre, les pregunta y va reflejándose en ellos siendo parte de ese viaje, intentando asomarse a aquello que no tiene explicación incluso tras el ángulo de la puerta, mientras se ve de perfil su silueta.

Cuadro por cuadro se vuelven fotografías que se hacen movimiento en una expedición que genera la preparación para acompañar el gran salto, y así ir despidiéndose de a poquitos. Quizá buscando un lugar, donde la nada parece tener una densidad incomprensible.

El lenguaje convertido en imagen no puede ser conceptualizable, pero da paso a un flujo que enmarca la danza para bordear aquello que no-puede-ser-dicho. ¿Qué otra cosa es la Muerte si no el límite? ¿Hasta dónde se puede narrar? Cuando se cruza, se pierde el lenguaje, la imagen, el cuerpo material y el ritmo.

Nos queda balbucear su constante presencia ominosa, esa que está en la superficie pero que no podemos ver sino imaginar, pero solo en términos simbólicos, alegóricos, haciendo metáforas para intentar olerla, tocarla, mientras se nos escapa entre los dedos.

La noche del 13 de Marzo atravesé el umbral del tiempo, recordé en el brillo de las figuras de lladró la casa de Maia, reviví algunos momentos de mi infancia en la casa de Hortensias, ahí donde jugábamos a las escondidillas y yo encontraba un lugar para que no me encontraran mientras abrazaba mis rodillas para refugiarme. Le puse rostro nuevamente al nombre de Gonzalo, de Pablo, de Diego y de Lore, sentí en la piel el olor de la comida y de las sillas de montar que estaban a la entrada.

Reviví la elegancia de Gina, de su mirada amable y del retrato que todavía llevaba el lunar que su marido le quitó. A oscuras él se materializó con su traje de charro, aunque no aparece en ninguna escena porque ya se había ido antes, cruzando el umbral dejando tras de sí, su historia plasmada en dos libros. Lo recuerdo alto, altivo y con sus manos anchas, esas que me sostuvieron en uno de los momentos más dolorosos de mi vida.

Para quien tiene la suerte de haber compartido fragmentos de la vida con uno de los personajes, el film se vuelve más que la mirada de un observador, se acompaña con lágrimas que sin permiso se escurren volviéndolas catarsis y se agradece con el alma encontrar un lugar entre el público enfrente de la pantalla.

Para quien no, hay un pulso que vibra en los recuerdos, en sus escenas calmadas se abre la posibilidad de aprender de otra manera, de transitar lo inevitable con una mirada amorosa. En el fondo se sacude tal vez un poco el halo de drama que acompaña estos momentos que duelen tanto.

Enfrentarse a la muerte es un proceso difícil que conlleva altibajos emocionales, pero puede ser un período de acceso a una nueva comprensión y a un crecimiento personal.

En el film, Gina y Danniel, se enfrentan a las heridas del pasado, esas que al tocarlas, a menudo generan una profunda tranquilidad interior que acompaña los últimos latidos, el último aliento mientras se regresa a la tierra. Las flores de un cementerio lleno de tumbas de quienes partieron temprano, enmarca el final con un último suspiro, en una escena que no tiene cortes, de esas que tanto le gustaban a Danniel. Aparece nuevamente el blanco y con el la posibilidad de seguir andando.

Por DZ

Claudia Gómez

Twitter: @claudia56044195

A Javier Vicencio, gracias, gracias por regalarme el poema de Alfonso Cortez.

A Lucia, Pepe y Georgina por invitarme y dejarme acompañarlos.

Lucia ha sido uno de mis grandes quereres, un pedazo de mi vida acompañada de su forma de plantarse en el mundo, recogiendo mis fragmentos y abrazando mis momentos más oscuros cuando el mundo se presentaba como un espacio doloroso.

A Diego mi gran reconocimiento por un film que me deja callada, reflexiva.

*Diego Gutiérrez Coppe ha coordinado numerosos talleres y proyectos relacionados con el de cine documental. Su trabajo ha sido expuesto en numerosos países como México, EU, Países Bajos, Irlanda, Indonesia, Argentina, Canadá, España, Francia, Suiza y Malasia entre otros. Ha trabajado como maestro y como asesor en instituciones como la Rijksakademie van Beeldende Kunsten (Ámsterdam), CalArts (Los Ángeles, EU), Centro de la Imagen (México, D.F.), Ecole cantonale d’art du Valais, (Sierre, Suiza), Aavi (México D.F.). Ha recibido numerosos reconocimientos entre ellos: Sistema Nacional de Creadores (FONCA), Aschberg Bursaries for Artists, Estudios en el Extranjero (INBA), Prince Claus Fund, Artscollaboratory-Mondriaan Stichting, Jóvenes Creadores (FONCA).