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Morir tres veces

FRAGMENTOS DE SEÑORA LÁZARO

POEMA DE SYLVIA PLATH

 

Pronto, pronto, la carne

que devoró la tétrica caverna

en mí estará a sus anchas

y seré una mujer que sonríe.

No tengo más que treinta años.

Y, al igual que los gatos, siete ocasiones para morir.

Estas, pues, son mis manos.

Mis rodillas.

Puedo estar en los huesos,

 

Pero, no obstante, sigo siendo la misma idéntica mujer.

La primera vez que sucedió yo tenía diez años.

Fue un accidente.

 

La segunda vez estaba decidida 

a seguir hasta el fin, a no regresar nunca.

Meciéndome, me cerré como una concha.

Que arrancarme uno a uno los gusanos, como perlas pringosas.

 

Morir es un arte, como todo.

Yo lo hago excepcionalmente bien.

 

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Sylvia Plath. Foto: zendalibros

 

El cerebro humano me apasiona, tanto o más que el universo o el fondo del mar. Encuentro en su complexión rugosa de menos de 1.3 kilos, un espacio asombroso donde habita lo intangible, una traducción bañada de sensaciones, donde no existen las fronteras para percibir el mundo material y aun así darle forma concreta.

Hay una estética que se vuelve arte cuando se convierte una idea y se transforma en palabra. Es un lienzo donde a brochazos se va expresando su complejo entramado. 

En sus sinuosos espacios aparecen las formas, que en lo ancho y lo largo se vuelven solo profundidad, y justo ahí se devela la existencia misma.

Agosto de 1953, es un verano caluroso, de esos que siguen abrazando el norte del continente americano. Dos décadas de vida y un dolor constante en el alma. Semanas antes, sometida a electroshocks en vivo, debido a una afección emocional, quedó con mucho más miedo. Un horror paralizante la invadía solo en pensar en la máquina de la terapia electroconvulsiva, un tratamiento usado entonces, y que todavía se usa en algunos lugares, para tratar problemas como esquizofrenia, bipolaridad y depresiones fuertes.

Un coeficiente intelectual por encima de lo normal, pruebas que hablaban de 160 puntos, y en su disparidad había un ser que no encuentra un lugar entre sus pares. Para ella vivir, implicaba volverse a veces, solo dolor. Una mente brillante que había conseguido entrar en Smith College y pese a su guerra interna, lograr graduarse con un magna cum laude.

Una por una se tragó, hasta acabar con  todas las píldoras del frasco, poco a poco se fue quedando dormida con el sedante que su madre usaba para  dormir. Sus piernas llenas de pequeñas cortadas infligidas a cuchilla, comenzaron la escalada hacia una posibilidad de dejar de sentir. 

Nadie sabía dónde estaba, se levantó a las 24 horas de su ausencia, el consabido reporte de persona desaparecida en la comisaría. 

Tres días y la búsqueda se volvía extenuante, más de doscientos artículos llevaban en los titulares, la desaparición de “la bella chica desaparecida en Wellesley”. 

La hermosa, rubia, apareció deshidratada, intoxicada y con gusanos en una herida en la frente. Inconsciente, bajo su casa, entre el entarimado y el suelo, su madre la encontró. Una escenografía que pone en contexto su hundimiento psicológico. Era al menos su segundo intento, teniendo apenas diez años la primera vez.

“Es como si mi vida estuviera guiada mágicamente por dos corrientes eléctricas: una alegre positiva y una desesperante negativa; cualquiera que esté corriendo en ese momento domina mi vida; la inunda.” Escribió en una anotación en su diario, fechada el 20 de junio de 1958. 

Sin duda, ella se consideraba un envase que albergaba, la poesía y la muerte como una sola unidad. Ahí dentro suyo eran inseparables, la una sin la otra no podían existir. 

Sylvia Plath fue sin duda, una de las poetas estadounidenses más dinámicas y admiradas del siglo XX. Marcada por una estricta educación y un compulsivo perfeccionismo, destacó siempre en los estudios, mostrando su capacidad, publicando su primer poema con apenas ocho años.

La muerte de su padre y la relación de desencuentros que mantuvo con su madre, marcaron su futuro. Lleno de depresiones y desórdenes mentales, que si bien le permitieron una extrema lucidez a la hora de escribir, supusieron también un tormento.

Estuvo clínicamente deprimida durante la mayor parte de su vida adulta, quizá con un trastorno bipolar, en aquel entonces todavía había mucho que descubrir, en términos de lo emocional y el funcionamiento del cerebro.

Intensamente autobiográficos, los poemas de Plath exploraron su angustia mental, su violento matrimonio con el también poeta Ted Hughes, sus conflictos no resueltos con sus padres, y la propia visión de sí misma.

Sintió la condición femenina como una cárcel: “Mi gran tragedia es haber nacido mujer”, escribía, debatiéndose entre la mujer sumisa como su madre, que la sociedad esperaba que fuera, y la radical feminista que se sentía y quería ser. Miraba sus manos ajadas en el barrer, trapear, cocinar y se veía transparente junto al flamante marido, a quien le pasaba en limpio sus textos, quien se quejaba por su pobre desempeño.

Nos viene a la mente una imagen lúgubre, de quien vive debatiéndose la vida entre sus transtornos depresivos; los vemos vestidos de negro, con la mirada clavada en el suelo, con matices sombrios en el rostro, y los ojos pesados de tanto llorar. Quizá, lo que ocurre, es que en algunos casos como el suyo, cada instante era vivido con una terrible intensidad del mismo nivel de su tristeza, estaba en su polaridad; la alegría. La misma fuerza que invadía el impulso hacia la muerte, la levantaba de pronto en su amor por la vida. 

Sus poemas son una radiografía de esos momentos, donde también alcanzó a tocar la dicha. Expresaban las fuerzas elementales y miedos primitivos del ser. Puso al descubierto contradicciones que desgarraban la apariencia, y mostró las tensiones apaleantes que se ciernen, justo por debajo de la superficie del estilo de vida americano, en el período de la posguerra.

Leer sus escritos durante las últimas y turbulentas semanas de su vida, permite sentir el fino cincel como instrumento quirúrgico que usaba sobre el papel. En él rasgaba su miedo al derrumbe, y la realidad que vivía como una carga pesada. La tinta plasmaba la sangre de una  herida en el alma. Es una pena que su esposo haya quemado mucho de lo escribió, quizá en un afán de no sentirse todavía más expuesto, pues mucho de lo vivido a su lado generó en los dos cicatrices de mordidas, rasguños y golpes. Un sacrificio, transmutando en agonía, mostrando en letras, mientras se iba volviendo arte, aunque había un precio que debía pagar por ello.

Luego de publicar su trabajo más conocido, The Bell Jar, se encerró en la cocina del apartamento donde vivía sola después de su separación. Cuidadosamente selló cada resquicio, dejando a sus dos pequeños hijos en la habitación contigua. Metió la cabeza al horno y fue encontrada horas después muerta, envenenada por monóxido de carbono a los 33 años de edad.

¿Qué miedos la habrán abrazado, sabiendo que al día siguiente sería nuevamente encerrada en el psiquiátrico, y sometida al tratamiento que tanto temía?, ¿cómo habrá tocado la desesperación durante horas, atiborrada de medicamentos que no le hacían ningún efecto?

Para muchos niños, la desconexión afectiva de quien lo materna, le coloca frente a la vida desprovisto de muchas herramientas, así el camino de sus dos hijos, también fue marcado por esta mirada de pesar y desconsuelo.

Al hacerse adulto, su hijo Nicholas Hughes Plath se transformó en  un hombre solitario; se refugió en la privacidad de Alaska, como profesor de Ciencias del Mar, en la Universidad de Alaska Fairbanks. Maníaco depresivo y solitario, nunca se casó, ni tuvo hijos, el 16 de marzo de 2009 se suicidó, ahorcándose en su casa de Alaska. 

Su otra hija, Frieda, excelente escritora y columnista de la prensa británica, subsiste a pesar de sus trastornos depresivos, anorexia y esclerosis múltiple.

En los años siguientes, la obra de Sylvia atrajo la atención de multitud de lectores, vieron en sus singulares versos, un intento de catalogar la desesperación, la emoción violenta y la obsesión por la muerte. Quizá entre los renglones, como elixir se percibe la fuerza de su poesía, una conexión entre la melancolía y la creatividad.

En 2001, el psicólogo James C. Kaufman, acuñó el término “El Efecto Sylvia Plath”, que explica la relación que existe, entre la capacidad de crear, la depresión y el suicidio.

Tengo frente a mí una imagen de un cerebro femenino de un kilo doscientos y pico de gramos. Hay por debajo una explicación que  dice que existen dos amígdalas cerebrales, cuyo papel principal es el procesamiento y almacenamiento de las reacciones emocionales.

De pronto mi imaginación comienza a tejer preguntas: ¿Y si éste fuera el cerebro de Sylvia, podría encontrar más grandes o más chicas estas amígdalas? ¿Acaso las mujeres poetas tienen una predisposición a padecer enfermedades mentales, en comparación con mujeres dedicadas a otras ramas de la creación, como escritoras de obras de teatro, artistas o actrices?

Estoy convencida de que el cerebro humano, se alimenta de sus primeros apegos, y desde ahí se va tejiendo el entramado de la relación con el amor, del mapa del mundo. Quizá, después de todo, haya una relación, entre la infancia y el destino, aunque muchos autores digan que no es determinante. Quizá la existencia podría ser menos dolorosa, cuando entendamos la relación que hay en el desarrollo del cerebro, nuestra historia familiar, la cultura y el momento histórico, en el que vimos la luz por primera vez. 

Por DZ

Claudia Gómez

Twitter: @claudia56044195