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Misia
Misia. Foto: Mujeres de la historia, cuadro de Renoir.

Entre las más de mil quinientas obras que alberga el Museo Toulouse-Lautrec en Albi Francia, en un edificio de ladrillos rojos, que en la época medieval fue el Palacio de la Barbie y que, albergó la  antigua residencia episcopal, se encuentran colgados en sus muros, una serie de afiches y óleos de una mujer que llamaron mi atención. 

Será que algunos personajes me persiguen y un día sin saber por qué, aparecen de nuevo. Me gusta pensar que me buscan para que escriba sobre ellas, aunque muchos doctos en la materia lo hayan hecho antes. Quizá en mi pretensión se ensalza la idea de que quizá puedo contar cosas nuevas sobre ellos.

Casi un año después de mi primer encuentro con ella, aparece ahora en forma de novela  escrita por la argentina Maria Ganza, llamada El Nervio Óptico y en uno de sus capítulos resulta que toca su vida, la de esa mujer de cuello largo y atuendos de principios del siglo XIX que me enloquecen .

Debo confesar que  me atrajo, que fue una atracción casi irresistible, sin saber de quién se trataba.  Quizá la forma de narrar me trasladó entre sus páginas a otro tiempo, a otro continente para ser testigo.

Veo entre la tinta derramada en forma de letras, a una mujer de nombre Zofia con su barriga voluptuosa de ocho meses de embarazo, recibiendo una misiva anónima desde San Petersburgo.  Alguien le confería el secreto de que su esposo, el escultor Cyprian Godebsky, era el padre del hijo que esperaba la princesa Yusupova. Una mujer de belleza arrebatadora. La imagen de ella paseando con sus lobos por los salones de los palacios de la  aristocracia rusa, deja un halo de película en mi mente y justo ahí, en ese capítulo ya no pude soltar el libro. 

Veo a Zofia con la ira encarnada, emprendiendo un viaje en invierno, en condiciones no aptas para su estado, la veo llegar al hotel Nevsky, ese que llevaba el nombre del príncipe que derrotó a los suecos en territorio Ruso en 1240.

Según narra Maria, Cyprian el infiel marido, se hizo esperar y cuando finalmente se dignó a verla, la encontró muerta sobre la cama y a su lado una comadrona cargaba a una bebé pequeñita.

La escena corre demasiado rápido para mí, no alcanzo a percibir las impresiones, las emociones que algo así pudiera desatar. Si me pongo con ojos de latina contemporánea, seguramente la escena se cobraría  en tragedia, las lágrimas correrían sobre el rostro, el “¡NO, NO es posible”, y una caída a la cama para abrazar el cuerpo pidiendo perdón, suscitará más de una emoción en mí. Pero por más que intento dibujar ese momento con sollozos y gritos no puedo. 

Primero eran nórdicos, segundo hay varios siglos que me separan de ese sentimentalismo latino, tercero él estaba feliz con su amante. Así que un poco desencantada, dejo la escena que mi mente fabricó, y sigo leyendo según marca el texto.   

A esta pequeñita huérfana de madre, el padre la llamó María Zofía Olga Zenadja Godebska, pero pronto aprendió a responder al apodo de Misia, y la mandó a vivir a Bruselas con sus abuelos que eran violonchelistas.

Imagino a esta familia de clase social alta con sus vestimentas elaboradas, el relato me lleva a un salón de época, donde veo a la abuela sorbiendo un pan en una taza de licor, a la que según la autora, era muy afín. En la gran casona vivía una tía, que de un amor a primera vista, terminó muriendo de hambre en su cuarto, y al querer enterrarla, tuvieron que romperle las piernas, porque el rigor mortis la tomó en la posición fetal que había adoptado durante días. No deja de esbozarse en mi rostro al leer la anécdota, una sonrisa morbosa que impulsa una pequeña carcajada. 

Estas historias permean en la vida de Misia, leía el amor como algo de lo que había que mantenerse alejada, primero su madre, su abuela que llevaba una relación complicada con su marido y la tía.  Se forjó en ella una promesa de que nunca le pasaría a ella, y pues como pasa con las promesas, esta se rompió un día.

Empezó a recibir una educación donde el arte fungía como base de la cultura, además de que le venía de cuna. Se codeaba desde niña con grandes músicos, en los salones musicales de la aristocracia a los que acudía, por ejemplo Franz Liszt, entre otros. Ella siendo apenas una adolescente, empezó a despuntar como pianista.

Mientras la música se deslizaba en sus huesos, su padre decide casarse nuevamente y la envía lejos; un encierro dibujado de convento francés de nombre Sacre-Coer, la fue minando durante seis años.

Asfixiada escapa a Londres, pero vuelve a París donde empieza a ganarse la vida ahora emancipada, con sus dotes de pianista. Entre sus círculos de amistades conoce a Thadée Natanson, un primo lejano con quien se casa, pero todavía no rompía su juramento de alejarse del amor. 

Juntos fundaron La Revue Blanche, una revista literaria y artística en la que participaron los escritores y artistas más importantes de su tiempo. En ella participó posando como modelo para algunas portadas.

En el París de la Belle Époque, todo aquel que despuntaba en la escena cultural desfiló por su departamento en la Rue St. Florentine, que se convirtió en un lugar de reunión para artistas como Claude Monet, Odilon Redon, Paul Signac, Claude Debussy, Toulouse-Lautrec entre tantos otros. 

La vida se convirtió en una primavera constante, una felicidad continuada de reuniones campestres y animadas meriendas,  donde las causas políticas y los ideales socialistas generaban grandes tertulias. Así quedó plasmado ese tiempo en un retrato idealizado y luminoso que pintó Renoir de ella. Édouard Vuillard, en La nuque de Misia, plasma la elegancia y la belleza de su cuello y es quizá uno de mis favoritos. 

Thadée sabía de arte, pero no de negocios, malas decisiones dejaron al matrimonio y la revista al borde de la bancarrota. Aquí nuevamente me quedo corta y mis preguntas se abarrotan. ¿Cómo habrán sido los desencuentros, ella habría salido por la puerta de su departamento enfurruñada? Aunque esta parte de la historia la hile de otras fuentes, me parece que la manera escueta de hablar de los dolores humanos, va diluyendo la esencia de la vida misma.

El caso es que Misia dejó a su marido por su amante y contrajo matrimonio con él. Alfred Edwards, era un magnate de la prensa y con eso consiguió reflotar el negocio editorial. 

Fue justo en esa época que se lanzó al mecenazgo, tenía una predilección por los ballets rusos. En un artículo de 2020 de Vicente Benadent en la revista BAZAR, menciona que nuestro personaje “actuaba como una fantástica coctelera, uniéndose a unos con otros y agitando con fuerza para conseguir lo mejor de esa combinación”. Esta metáfora me pareció extraordinaria porque deja en mi, esa impronta de la mujer dotada del arte para engrandecer las relaciones públicas. Llevaban un estilo de vida opulento,  Maurice Ravel le dedicó a la bella musa el Le Cygne (El cisne) en “Histoires naturelles” y La Valse (El vals). Acompañó  por ese tiempo a Enrico Caruso al piano, mientras la estrella de la ópera entretenía a los oyentes reunidos, con un repertorio de canciones napolitanas.

Resulta que justo en ese momento grandioso de su vida, aparece una modelo de nombre Mathilde Fossey, su marido se encaprichó con ella y aunque esta murió en una travesía de barco, la relación entre ellos no soportó la infidelidad.

La tercera fue la vencida, y aquí es donde no puede evitar romper su juramento, se enamoró perdidamente del pintor catalán Josep Maria Sert. Cuenta Maria Ganza que en un estanque del hotel de Rome donde se enamoraron, había dos cisnes que les habían cortado los músculos de las alas para que no pudieran volar, y los huéspedes pudieran contemplarlos todo el año. Mientras ella los veía compungida, Sert le susurro al oído “en esa cárcel son felices mi niña”. Parecía una metáfora de lo que sería su vida junto a él. Al principio ella parecía feliz decorando los departamentos donde vivían, pero  luego los abandonaba. Sin duda una jaula puede ser perversa, uno se acostumbra a vivir con una mínima cantidad de aire, la indispensable para sobrevivir apenas. Así vivía Misia como si tuviera que administrar el aire que inhalaban sus pulmones, de a poquitos.

Llegó la guerra y las fiestas se terminaron. Una depresión que había comenzado a gestarse tiempo atrás, la llevó a inyectarse  morfina, el medicamento que se usaba entonces para esta dolencia. Y pasa, cuando hay un mandato que se rompe, que aparece un castigo; el marido se enamoró de una princesa Georgiana de belleza enigmática como las orquídeas. Misia, para no quedar fuera de la ecuación, consintió el menage e trois. Fueron a Venecia y en una casa melancólica, hundido en un sofá mientras observaba el techo de la casa, la imagen de sus dos mujeres a los pies mimándolo, muestra un rasgo de esta situación que imagino, no fue placentera para ella, a mi  me genera un sentimiento de desazón. 

Al parecer esta relación la fue hundiendo más en el vacío, dejó de salir a la calle y cuando lo hacía, esperaba a que cayera la noche, en los callejones oscuros se inyectaba por encima de su vestido de muaré. 

Los muchos protegidos de Misia, se fueron convirtiendo en sombras del pasado, en luces de otro tiempo. La guerra, las nuevas vanguardias que comenzaban a  hablar otro idioma, fueron  desvaneciéndola poco a poco, hasta que dejó de brillar. 

Murió en París en 1950, sobreviviendo a todos sus maridos, hoy la recuerdo en los retratos que ahora conozco de ella, y me quedo con la loca idea de que aquel Junio en Albí, ella en forma de susurro, me fue guiando hasta este día, donde junto lo que he aprendido para fundirme en sus retratos.

Por DZ

Claudia Gómez

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