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Las Farotas
Farotas. Foto: Radio Nacional de Colombia.

Cuando descubro que mi biografía ha sido moldeada por eventos de otros tiempos, por voluntades ajenas, por la historia de mis ancestros y por las percepciones que habitan en mi cabeza, me doy cuenta que son traducciones de los eventos que pasan por mi corazón y desde ahí se van traduciendo en la forma en que interpreto el mundo. Como diría Juan Gabriel Vazquez un extraordinario escritor colombiano:

“Esos largos procesos que acabarán por toparse con nuestra vida, suelen estar ocultos como corrientes subterráneas, como meticulosos desplazamientos de las capas tectónicas, y cuando por fin se da el terremoto invocamos las palabras que hemos aprendido a usar para tranquilizarnos… a veces.”

Cuando a uno lo arrancan de sus raíces, aparece un dolor que palpita silencioso por dentro. Es inevitable, uno se juega el sentido de pertenencia que busca sin reparo el ceñirse a los más mínimos recuerdos, engrandeciendolos, volviendolos leyendas épicas de las que uno se sostiene tantas veces para no perderse. Hay también un hilo conductor con las bases de nuestra existencia que se teje con el lenguaje, las palabras nos regresan a nuestra lengua materna, a la forma en que nos hilvanamos con nuestro entorno y al latido de las entrañas.

A mi los sentidos me llevan a los Andes, al color verde de la sabana, a los olores de arepa y pan de bono. Busco con ahínco el sabor del maracuyá, los pies me expulsan de la silla y el esqueleto se me mueve solo cuando aparecen las primeras notas de un vallenato, de una cumbia, de un porro colombiano. Es inevitable que en cada uno de estos pequeños detalles se me cruce una sonrisa en el rostro y desde ahí abrace mis orígenes.

Me sucede que cuando oigo un dejo en el hablar de alguien, inmediatamente se me agudiza el oído y es raro que me equivoque. ¿colombiana, colombiano? El uso del español en esas tierras sigue siendo sorprendente, con su vasta cantidad de palabras, realzando su riqueza cultural y lingüística.

Es difícil poder explicar lo que pulsa por debajo mi piel, cuando los recuerdos se me abarrotan y más cuando partí a los cinco años, arrastrada a centroamérica donde, me acunó la tierra nicaragüense acariciando mi alma, que lloraba sin que me diera cuenta.

El vasto territorio andino sigue llenándome de curiosidad, las noticias de su devenir político, económico y del sufrimiento de su pueblo inmerso entre el narcotráfico y la guerrilla, marcado por altas tasas de violencia. Asesinatos, secuestros, atentados, en que se desarrollan vínculos más o menos sólidos entre guerrillas y organizaciones criminales y se mezclan con grupos de autodefensa, paramilitares, y el conjunto de la vida política termina condicionado por este panorama.

Todavía me duele cuando una banda de ladrones asalta una casa y el comentario de “fueron una banda de colombianos” se asienta sobre la mesa. Para mi Colombia es mucho más que ese referente, es el inventario de los recuerdos de mi infancia, truncada por la distancia, de las risas de mis primos en el parque Versalles en Cali y de la casa de mi abuela en la esquina de la calle 23 norte y la 5. Del piano que tocaba mi tía Martha en Bucaramanga cuando el corazón latía al son del calor del hogar al que iba algunas veces, donde mis abuelos y mis tíos formaban parte de sus muros.

Viajar a Colombia en el teclado de mi computadora es un privilegio, de pronto dar papaya al son del ritmo de mis anhelos, comienza a ser una aventura que me genera un entusiasmo maravilloso.

Me transporto así a Talaigua Nuevo Bolívar, un territorio aborigen ceñido por un brazo del río Magdalena, en la depresión momposina. Para sus pobladores, hace casi 500 años, ocurrió un hecho que ha pasado a la historia como la única gesta victoriosa de la que se tenga noticia. Una epopeya que relata lo sucedido con una tribu indígena en contra de los conquistadores españoles.

Aunque está leyenda tiene algunos vuelcos y también tiene su contraparte, vamos a comenzar con la que más gusta, y la que ha llevado a este episodio a ser representado año tras año por las Farotas de Talaigua, una de las danzas más aclamadas en el Carnaval de Barranquilla y que se ha perpetuado gracias a la tradición oral, generación tras generación.

Los protagonistas son llamados los farotos, comandados por el cacique Talygua, se cuenta que estos doblegaron a los hombres abusivos del viejo continente dándoles una inolvidable lección y desde el fondo de su alma gritan: “a las mujeres se les respeta”.

Así vengaron a las mujeres indígenas que fueron maltratadas y abusadas por estos hombres blancos de barbas negras.

Cuenta la tradición que el territorio estaba poblado por varias tribus indígenas. Estaban los Chimilas, Jolo Jolo y los Farotos, que pertenecían a los Malibú, pueblos laboriosos y guerreros, dueños de sus tierras hasta donde el recuerdo les alcanzaba.

Cuando los españoles llegaron, venían cegados por la búsqueda del famoso oro que se escondía en sus montañas, mientras los hombres salían por las noches a cazar, estos asaltaban sus asentamientos, sometiendo a las mujeres que quedaban solas, violándolas, golpeandolas y llevándose a las más jóvenes para su uso personal, incluso para venderlas y prostituirlas.

El cacique decidió tenderles una trampa que tardó algún tiempo en consumarse. Puso a sus hombres en la encomienda de reunir telas y demás objetos que les permitiera a las mujeres confeccionar los atuendos similares a los de las doñas españolas de la época.

A través de trueques, de cambiar sus amuletos, sus joyas y monedas por tela juntaron lo necesario. Cuando por fin tuvieron todo preparado Talygua, escogió a sus 12 mejores guerreros. Vistieron sus faldas estampadas, delantal, camiseta manga larga y sombrero de flores. Sus manos ásperas maquillaban sus labios, los pómulos pintados de rojo. Las polleras coloridas se postraban en sus caderas masculinas. Se colgaron grandes aretes, se ataron las abarcas hechas de cuero que calzan los pies, una especie de lentejuelas, el brillo y la viveza de las ropas se confundian con la rudeza de sus modales para imitar a las mujeres.

Se ataron las sombreretas a la usanza, adornadas con rosas propias de la ribera del Magdalena para tapar sus rostros y empezaron a hacer las labores de las mujeres, que aquella noche estrellada estaban escondidas.

El resto de hombres de la tribu salió de cacería, como siempre. Los españoles, al notar esto, asomaron sus narices y vieron en el asentamiento a mujeres que no mostraban sus rostros, pero que con coquetos movimientos de cadera intentaban seducirlos.

Cayeron en la trampa y cuando entraron comenzó la carnicería. Los indígenas acabaron con casi todos los soldados y dejaron vivos a los necesarios para que llevaran el mensaje de que a las mujeres de su pueblo se les debía respetar.

Encontré que hay algunas versiones recientes que contradicen la versión original y al parecer hacen referencia a que eran estas las que se entregaban al amor de los españoles a cambio de regalos. Así han incluido entre los danzantes del carnaval, a uno que hace el papel de mamá alcahueta o celestina. El motivo va dando nuevos matices a la sátira dando un vuelco que no está dirigida al colonizador, sino a sus propias mujeres, dejando claro que eran ellas las que despreciaban a los indígenas.

¿Cuál versión será la versión del episodio? Yo me inclino a pensar que es una mezcla de las dos, quizá en un principio fue lo primero y con el tiempo lo segundo fue tomando forma.

Hoy me encanta perderme en lo videos que encuentro sobre estas leyendas, sobre la expresión artística que va tomando distintas formas en el tiempo y sobre todo me queda palpitando el alma porque es Colombia la tierra que me dio a luz y por más que otros espacios me hayan acogido, mi cuerpo se siente de ahí.

Por DZ

Claudia Gómez

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