Las falsificaciones groseras de la historia oficial, hacen muy difícil explicar la historia verdadera a los ciudadanos. Digo “verdadera” en el sentido elemental de que no se cambien hechos fundamentales, al punto de que haya que borrar los comprobados para imponer los falsos. Es difícil contravenir con estas verdades elementales lo que los ciudadanos aprendieron … Continued
Las falsificaciones groseras de la historia oficial, hacen muy difícil explicar la historia verdadera a los ciudadanos.
Digo “verdadera” en el sentido elemental de que no se cambien hechos fundamentales, al punto de que haya que borrar los comprobados para imponer los falsos.
Es difícil contravenir con estas verdades elementales lo que los ciudadanos aprendieron de niños, sin forzar en ellos una especie de traición a su memoria fundadora.
El problema es que cuando esos niños crecen y revisan su historia, descubren que han sido engañados, y saberse engañados no es el mejor sentimiento que puede fluir de una ciudadanía hacia sus autoridades.
A este desencuentro íntimo de la historia y la palabra oficial con la credulidad ciudadana puede deberse, entre otras muchas cosas, que el proceso democrático mexicano haya construido una especie de “historia oficial antioficial”.
Se trata de una historia tan inexacta y victimista como la oficial, pero construida ya no por los “aparatos ideológicos de Estado” (Althousser), sino por los “aparatos ideológicos de la oposición democrática”.
La inauguración de esta contrahistoria puede fecharse en el año 68, cuya versión mitológica es irremovible ya de nuestras certidumbres cívicas, aunque muchos de sus hechos claves no puedan sostenerse.
Es insostenible, por ejemplo, la creencia de que hubo centenares de muertos en la Plaza de las Tres Culturas.
Insostenible es también que lo sucedido ahí fue una “masacre” o “una matanza” perpetrada por el Ejército, que avanzó sobre la plaza y disparó a mansalva sobre la multitud inerme.
Luis González de Alba, testigo del hecho, se pasó los últimos años de su vida contando cómo él vio a miembros de un llamado Batallón Olimpia disparar sobre la plaza y sobre el Ejército desde el tercer piso del edificio Chihuahua.
El Ejército disparó en respuesta: desconocía la presencia de ese Batallón Olimpia, que a su vez desconocía que el Ejército desconocía su presencia en el lugar: una provocación.
Por lo que hace a los muertos, el monumento levantado por líderes y familiares del movimiento da cuenta de 38.
La certidumbre oficial de la matanza nos ha impedido investigar la provocación que explica los muertos y el número verdadero de estos.