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Hay quienes ven a la Ciudad de México como la mera capital de nuestro país, en donde se toman las decisiones más importantes en sectores políticos, económicos y sociales, acompañado de un caos constante.

Otros descubren la sublimidad de una urbe que ha crecido de manera desbordada por la cantidad de gente que ha llegado de todas partes. Edificios de todos tamaños, casas, vecindades, mini espacios y todos habitables.

En la Ciudad de México reina el caos y la atracción, y un sin fin de dualidades que fungen como imanes para quienes nos gusta el ritmo, el ajetreo, el movimiento y la necesidad de querer más.

Pero la capital de nuestro país está herida, su gente comienza a sufrir en la inmovilidad y el paro que ha llegado con el COVID-19.

La necesidad de salir a trabajar, vender, comer, comprar y sobrevivir sigue imperando, ante la creciente posibilidad de contagio por cada paso que dan fuera de sus casas.  Porque el “quédate en casa” no aplica para todos, y las imágenes que hemos visto de los transportes públicos saturados, lo explica todo.

Allí habitan 9,209,944 de personas, y cientos de miles viajan por los subsuelos, o por el Metrobús, trenes ligeros, trolebús y como puedan hacerlo.

La movilidad no tiene descanso cuando se vive en una capital como la nuestra, con sus actos puros de sobrevivencia y los irresponsables, claro está. Esa mezcla que no alcanza a diferenciarse a la hora de observar los hospitales llenos de hombres y mujeres, o de las filas afuera de los lugares encargados para rellenar tanques de oxígeno.

Al final no hay diferencias, ni razones, solo la necesidad acuciante de no morir por falta de aire en la soledad de una cama de hospital o en el piso de la casa, la calle o el área de urgencias.

Llegar a o no llegar a trabajar, llevar o no llevar alimento a casa, tener o no tener un trabajo que se pueda hacer desde casa, creer o no creer en el uso del cubre bocas, vivir o morir.

La vorágine diaria chilanga, la que es tan atractiva y dinámica se ha visto colapsada de tal manera que cada metro cuadrado de cualquier transporte se utiliza como si la sana distancia fuera una bufonada de las autoridades.

Un fragmento de supervivencia - laura-garza-ciudad-de-mexico
Transporte público en la Ciudad de México. Foto: Héctor Guerrero

No hay quien separe, quien informe, quien ordene y quien inspire confianza en informar los riesgos de viajar tan pegados el uno con el otro.

La imagen que hoy comparto es un retrato de todo lo que le he descrito con palabras y datos, y fue fotografiado por el fotoperiodista mexicano Héctor Guerrero.

Vidas retratadas a través de una ventana, cinco hombres que representan a cientos de miles capitalinos o chilangos que van y vienen, que no se detienen porque no hay manera de hacerlo, que uno porta mal el cubrebocas y podría asegurar que todos ellos no tienen claro que deben de cambiarlo máximo por 5 horas de uso o lavarlo diariamente.

Es esa gente trabajadora, la que no descansa, aunque haya un virus que acecha para robarles el aire, es representada por estos caballeros. El que toca todo, el tubo y las agarraderas, el que ha dejado de percibir la contigüidad con el otro, porque eso es parte de moverse.

El que mira a la nada, el que va dormido, el que mira a los coches detenidos allá afuera mientras él avanza, el que mira los mismos anuncios e indicaciones pegadas al interior del vagón y el que se coloca la mochila al frente para que nadie le robe sus pertenencias.

Vivir en la Ciudad de México es aceptar que los espacios son compartidos, que no existe la exclusividad ni la división. Quien se sube al metro, se sube y ya, y quien cruza la puerta del metrobús se amolda entre los cuerpos desconocidos para caber y avanzar una estación más.

La fotografía de Héctor es un relato completo de la vida en la capital, la única diferencia es la ubicuidad en el tiempo con una pandemia latente.

La Ciudad de México se ubica como el estado con más casos positivos acumulados en lo que va la pandemia, 456,507 contagios; tan solo hoy murieron 365 personas y permanecen 37,203 infectados y distribuidos en los distintos hospitales de la capital.

Esta imagen es mirar un fragmento de la capital y su supervivencia cotidiana con el cubre bocas como anexo y el acoso de un virus que no se ve, pero que cuando entra a los cuerpos se queda hasta robarles el último aliento.