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Era lo que tenían que hacer. Ante el horror social que provocó en Estados Unidos el asalto al Capitolio por parte de los grupos azuzados por Donald Trump, la respuesta fue una producción espectacular e impecable de la ceremonia de juramento del presidente Joe Biden.

El alivio de ver a Bien tomar posesión fue también una alegría compartida por mucha gente fuera de Estados Unidos, que vieron partir por la puerta trasera a Trump. Para otros, fue objeto de envidia ante esa capacidad de acabar con la amenaza del populismo. Y para no pocos, la esperanza de que sí es posible erradicar a esos malos gobernantes, incompetentes, ignorantes, mal intencionados, autoritarios y egocéntricos que hay en el mundo.

Hay algo que puede hacer que Estados Unidos pueda rápidamente retomar el rumbo institucional sin muchos daños estructurales y sobre todo sin daños en los niveles de confianza hacia su economía.

Donald Trump no alcanzó a provocar destrozos profundos en la estructura legal de su país. Muchas de las políticas, que pasaron por el Congreso y la aprobación de la mayoría republicana, no implican daños fundamentales a las libertades y garantías de la Constitución.

El ex presidente Trump gobernó por decretos y en sus primeras horas como presidente Joe Biden fue capaz de borrar con una firma muchas de esas políticas, por lo tanto, Estados Unidos fácilmente podrá regresar a esos caminos del sentido común.

Desde reincorporarse al Acuerdo de París o a la Organización Mundial de la Salud, pasando por la eliminación del veto a los musulmanes o la cancelación de las construcciones del muro fronterizo y del oleoducto Keystone XL, hasta obligar al uso del cubrebocas. En fin, en minutos, el demócrata regresó a su país a los rieles de una normalidad.

El problema es cuando gobiernos de ese corte autoritario son capaces de penetrar hasta los cimientos de las leyes de sus países. Venezuela se acabó no por Hugo Chávez, sino porque arrasó con la Constitución.

En México, en medio de la estridencia populista, muchas veces artificial, que produce el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, hay un plan en marcha para derribar muchos de los fundamentos legales que han dado confianza en este país y que eventualmente pueden lograr que esa confianza regrese.

En la medida en que más profundos y desatinados sean los cambios, más difícil será que México recupere la confianza, de los propios mexicanos y de los inversionistas extranjeros.

Claro, siempre podrá llegar un nuevo régimen y volver a cambiar las leyes y hasta la Constitución. Pero, ante eso, la sensación que queda es que México habría perdido la visión de largo plazo para apostarle a las ocurrencias del gobierno en turno.

Argentina, por ejemplo, padeció a gobiernos populistas de arrasaron con todo, hasta con la autonomía de su banco central. Pero lo que realmente acabó con la credibilidad de ese país fue que después llegó un gobierno a querer recomponer lo destrozado, perdió las elecciones y regresaron los populistas a volver a romperlo todo. Ahí no se puede invertir.

La estridencia populista es obvia en México, lo peligroso es lo que ocurre de manera soterrada con la destrucción de los fundamentos legales de una economía emergente que solía ser ejemplar.