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Una de las lecciones que dejó el episodio de la amenaza de los aranceles de Donald Trump, si México no hacía modificaciones migratorias, es que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador sí es capaz de cambiar de idea en sus políticas que en un primer momento parecían inamovibles.

Claro que el acosador más grande del mundo que despacha en la Casa Blanca amenazaba con desatar una crisis económica en México si no se daba marcha atrás a la romántica política de las fronteras abiertas.

Este cambio, hacia un cuidado más estricto de la frontera sur y la procuración de una relación menos conflictiva con Estados Unidos, revivió la esperanza de no pocos sobre la posibilidad de que la 4T pudiera reconsiderar algunos de sus proyectos más polémicos y claramente inviables.

Ya es lugar común hablar de la idea absurda de construir una refinería para una empresa petrolera cuestionada en su capacidad de pago, de un aeropuerto lejano, con impedimentos físicos y sin interés ni autorizaciones del sector que debería utilizarlo. Y de un Tren Maya sin idea del impacto ambiental que implica devastar miles de hectáreas de selvas.

Pero la primera reconsideración que debería tener el gobierno es matizar su idea de que la estabilidad macroeconómica es simplemente no gastar más de lo que ingresa, para no pedir prestado para completar el gasto.

La idea es correcta, si se expone en una clase de economía a nivel medio superior. Pero para aplicar esa política en el terreno de la vida real de las finanzas de un país, las ecuaciones son un poco más complicadas que una suma igual a cero entre gasto e ingreso.

El principal cambio que es urgente que lleve a cabo el gobierno federal tiene que ver con la calidad del gasto.

El gasto de inversión está centrado en aquellos proyectos que tienen la total desconfianza del sector privado, además de que la mayoría se pretende resolver con recursos públicos.

El gasto corriente, donde sin lugar a dudas se daban muchas de las corruptelas del gobierno pasado, no puede llegar al extremo de dejar sin recursos operativos a las dependencias públicas.

El gasto social no puede sufrir un borrón y cuenta nueva. De entrada, porque la falta de medicinas, de atención a grupos vulnerables, de estancias infantiles y de diversos apoyos a la gente más pobre, compromete la subsistencia de millones de personas que se han quedado sin esos apoyos básicos.

Pero también porque el enfoque del gasto social con tintes asistencialistas y clientelares fácilmente puede desviar la obtención de buenos resultados y difícilmente contribuir a reactivar la economía.

Los recursos que ahora se regalan, alimentan una economía informal que puede provocar más problemas inflacionarios que cerrar el círculo virtuoso de gasto en inversión, pago de impuestos y retribución de las contribuciones.

El único mantra positivo que aparentemente mantiene el gobierno federal es no comprometer los compromisos financieros adquiridos. Ser escrupulosos con el cumplimiento de las obligaciones crediticias y procurar la estabilidad presupuestal.

Sin embargo, las malas decisiones de gasto e inversión acabarán por impedir un desarrollo económico y esto afecta la capacidad de ingreso del gobierno.

A la larga, esto puede implicar una situación de crisis para las finanzas públicas que en una desaceleración o incluso en una recesión, el gobierno ve limitados sus ingresos tributarios.

Sin amenaza de Trump de por medio, la 4T debería reconsiderar varios de los caminos tomados hasta hoy.

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