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No hay queja, todavía, por parte de los mercados y de las firmas calificadoras sobre el balance de las cuentas nacionales.

Hasta hoy, el gobierno sigue en proceso de aprender a gastar y sus cifras de recaudación hacen que, a pesar de la desaceleración económica, no haya un desequilibrio fiscal.

Poco a poco, la administración de Andrés Manuel López Obrador se siente más cómoda abriendo la cartera y cada día fluyen con más facilidad los recursos para sus programas asistencialistas. Cuando lleguen a la cúspide en sus planes de regalo de dinero habrá que revisar de nueva cuenta el equilibrio entre lo que se ingresa y lo que se gasta. Pero lo que hoy pone muy nerviosos a los mercados es la falta de institucionalidad para conducir las finanzas nacionales.

Todas las dependencias públicas están convertidas en apéndices de la presidencia y comprueban que hoy la economía se maneja desde Palacio Nacional.

Pemex es un ejemplo claro de ello. Esta empresa, llamada productiva del Estado, tiene que enfrentar la decisión presidencial de llevar a cabo la construcción de una refinería, en sentido contrario de todos los analistas, de las empresas especialistas en el tema y de no pocos integrantes de la 4T que literalmente en voz muy baja confiesan que es un proyecto inviable.

En esta administración por corazonadas y estados de ánimo es el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, el que adelanta el anuncio del crédito bancario sindicado para Pemex, al tiempo que el que debería ser el responsable de esta operación, el secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, ni siquiera sabe a qué tasa de interés se contrató el préstamo que su dependencia tiene que pagar.

Todos los indicadores económicos mexicanos hablan de una desaceleración del Producto Interno Bruto durante el arranque de este año. Son datos duros que resultan incontrovertibles y que han llevado a la necesaria revisión a la baja de las estimaciones de expansión económica éste y el próximo año.

Es una práctica política normal que, tras las evidencias de una mala condición económica, algún personaje del gobierno lo quiera minimizar. Como fue el caso del jefe de la presidencia, Alfonso Romo, quien acuñó el término de la “cachetadita” económica, que lo habrá de perseguir por siempre.

Pero fue ahí cuando vino el escape de la realidad y el regaño presidencial, el cachetadón a Romo. López Obrador tiene otros datos que indican que no es verdad esa desaceleración, que vamos muy bien y que la economía va a crecer 4 por ciento. Esta visión alterada sí preocupa a los mercados.

El Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado es el más reciente destello de ese mundo paralelo.

Todo esto, y mucho más, pesa en el ánimo de los analistas, de los que planean negocios, de los que califican la deuda, y los hace desconfiar.

Es muy pertinente la entrevista para El Economista de nuestra compañera Yolanda Morales con Jaime Reusche, vicepresidente de Moody’s, quien advierte que los desacuerdos y cambios de dichos y de hechos del presidente Andrés Manuel López Obrador con miembros de su gabinete, no corresponden a las características de confiabilidad y claridad de los emisores calificados con el grado de inversión “A3”.

¿Podría México perder su nota crediticia por la falta de institucionalidad en la toma de decisiones, por la evidencia de los criterios unipersonales en materia de finanzas públicas?

Menor crecimiento, proyectos inviables y una sola voz que manda sin tomar consejos no es algo que pueda agradar a los mercados.

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