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Sin duda hablar de una fotografía es observar para leer una historia que inicia pero que no sabemos qué fin tendrá.

Cuando solo vemos una foto podemos interpretar miradas, gestos y posturas si es que sabemos un poco del tema de manera profesional, pero cuando no, solo reinterpretamos de acuerdo a lo que sabemos y a las experiencias que hemos tenido durante nuestras vidas.

Hay intelectuales de la fotografía que plantean que lo que un fotógrafo nos muestra es tan solo su percepción y entra la posibilidad de que no sea la absoluta verdad.

Al final de cuentas, quien tiene el lente en sus manos es una sola persona que comienza a observar cualquier escena, para encontrar el ángulo perfecto, la composición adecuada, la luz idónea y algo que pueda ser atractivo o llamativo para los demás.

Entonces podríamos entender un poco la teoría de la reinterpretación, pero, sobre todo, el poder que tiene un fotógrafo en sus manos y que muchas veces no lo sabe; y podría explayarme más en este tema en la importancia de tener un buen fotoperiodista en las filas de los periódicos o medios de comunicación.

Al final de cuentas si el reportero acudió o no a una escena, la imagen que tome el fotógrafo le servirá de “prueba” de lo que sucedió, pero yo diría, que es aún más importante que las dos partes (reportero, fotógrafo) estén en la misma línea informativa, y así no se rompa la sinergia de informar.

Pero esta foto que hoy les comparto, nos cuenta una microhistoria en un solo cuadro, en un retrato a un señor que pareciera de bajos recursos, con un encuadre tan cerrado que podemos detenernos a observar su mirada directa a Graciela López, la fotoperiodista de la agencia Cuartoscuro.

Un encuadre cerrado pero que incluye elementos para suponer la personalidad de este señor que amablemente ve el lente de Graciela y deja fotografiarse.

El polvo en su sombrero, su ceño fruncido, sus montón de arrugas que seguramente han salido antes de tiempo y se han agrupado allí como pequeñas cicatrices de experiencia, de vida y de esfuerzo.

Pero sobre todo su tapabocas, todo desgarrado, deshecho justo en la parte de la nariz y en la boca. Un protector que ha dejado de protegerlo del virus que ha matado a miles de personas en el mundo, de una enfermedad que parece querer acabar sí o sí a quien se le presenta.

Un cubrebocas que alguien le dio, que él compró o que lo tomó de algún lado. Eso no lo podremos saber con el simple hecho de ver la imagen, pero sí podemos saber esa sensación del calor que emite nuestra respiración y el aliento de nuestra boca.

Sabemos que entre más sube la temperatura allá afuera, sube la nuestra y entonces el sudor y el calor de la piel provoca que la delgada tela de los tapabocas se adelgace y se rompan.

¿Cuántos días llevará el señor con él? ¿Será suyo? ¿Lo compartirá?

Entonces piensas en los últimos tapabocas que compraste, esos de noepreno o de un material que según dicen es mejor para no contagiarse allá afuera y se te olvida que hay millones de personas en pobreza que no tienen el recurso para tener uno o quienes se sienten seguros por tener uno, así, aunque sea roto.

Aquí es cuando el fotoperiodista debe de ver las posibles historias a contar y desarrollar, porque aunque en una sola foto encontremos tanta información, nos transmita y nos cale, puede haber detrás de este señor una historia qué fotografiar.

Porque todos tienen una historia, porque cada elemento que portamos la tienen y una mirada como la de él, estoy segura que la tiene.

No todos tienen para protegerse y no todos tienen la capacidad de atraer una mirada así, directa, cansada y expuesta.

Ojalá sigan los fotógrafos observando a detalle para llevarnos hasta allí, y sobre todo que encuentren historias para saber su nombre, su edad y sus por qués.

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