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Aclaración pertinente: El cuento navideño que usted podrá leer en dos episodios es una versión corregida y aumentada del titulado “Santa Claus sí existe” que en una sola entrega publiqué en El Economista el 27 de diciembre del 2011. Aquí va

(cuento de navidad en 2 capítulos)

Aunque todos los niños de mi edad y aun los más chicos me lo recordaban todos los diciembre, yo hacía oídos sordos. “Santa Claus no existe”, me decían, y yo me negaba a creer que esa fuera la verdad histórica. “Son los papás, son los papás”, canturreaban burlescos a coro. Yo tapaba mis oídos, como los encargados de los estudios demoscópicos sobre la popularidad del presidente cierran los ojos para no ver las gráficas sobre la aceptación presidencial que cada día bajan más.

Algo dentro de mí me decía que Santa Claus no era un mito genial, inventado por los comerciantes, sino un ser, aunque mitológico, real para aquellos que, como yo, creyeran en su existencia.

El 24 de diciembre del año en que cumplí nueve años la curiosidad por saber si la paradoja de mito y criatura verdadera, de regordeta figura y con barbas blancas, era real o producto de la ficción me mantuvo despierto toda la noche. Serían las 4 de la madrugada del día 25 cuando oí ruidos en la sala y, cautelosamente, bajé. En la penumbra descubrí al viejo del traje rojo que orinaba al pie del árbol.

Aunque el hecho de comprobar mi teoría sobre la existencia de Santa Claus me puso contento, por otro lado, sentí una gran decepción al verlo hacer pipí al pie del árbol navideño, y, lo peor, por el tufo que despedía y los bandazos que daba al caminar, advertir que estaba borracho.

Sin que se percatara de mi presencia seguí observándolo. Descargada la vejiga comenzó a canturrear un villancico: “Pero mira cómo beben los peces en el río”. ¿Beben? –suspendió el canto para hacer la pregunta que enseguida se contestó-: Los ríos llevan agua dulce, los peces que viven en el agua dulce no beben, absorben el agua por su piel y la excretan para no acumularla. Luego de la cátedra de ictiología que se recetó a sí mismo, corrigió la letra del villancico con la misma tonada: “Pero mira cómo excretan los peces en el río” . Soltó su clásica carcajada. Él mismo se pidió y guardó silencio. En voz baja siguió hablando para sí: Pueden despertarse los niños. Bah –dijo con burla y cierto desprecio- ¡los niños! Pinches escuincles, ilusos pendejos que creen que les voy a regalar lo que me piden. Pura madre. Yo les dejo cualquier chingadera.

El lenguaje utilizado acabó por desmoronar la poca admiración que aún le guardaba al ícono navideño. Debo decir que desde que dejó de cantar y mientras monologaba consigo mismo, Santa Claus ingería los restos de las bebidas que había en los vasos desperdigados por la sala y el comedor. ¡Puta madre! –exclamó luego de darle un trago a la última copa que se sirvió mi padre-, este cabrón es alcohólico. Frase premonitoria, porque en marzo del siguiente año papá entró a rehabilitación a un grupo de AA.

Tambaleándose, regresó al pie del árbol para proceder a leer las cartas guardadas en mi zapato y en el de mi hermano. Querido Santa Claus –leyó-. La carta era la de mi hermano. Te pido por favor me traigas un Topo Gigio –juguete con la figura de un ratón que por entonces estaba muy de moda porque salía en la televisión-. Topo Gigio, Topo Gigio, -repetía Santa mientras buscaba en su costal con una mano y con la otra sostenía su copa-. Creo que ya se acabaron esos pinches monigotes que quién sabe por qué les gustan a los cabrones chamacos y los piden mucho. En lugar de un Topo Gigio le voy a dejar un puto yoyo, dijo, y soltó una carcajada al sacar el adminículo de marras que depositó en el zapato de Jorge -así se llama mi hermano. Es menor que yo-.

Reconozco que cuando el personaje sacó la carta de mi zapato, la emoción me pegó como energúmeno a senadora motociclista. Mientras la desdoblaba para leerla hasta ganas de hacerme pipí en el árbol me dieron. Yo no le escribí “Querido Santa Claus”. Mi afán humorístico me motivó a escribirle: Estimado gordito. Percibí que no le hizo gracia el calificativo porque, después de leerlo, musitó: Gordita, tu chingada madre. Escuché cuando leyó mi petición: “quiero que me dejes un juguete de armar”. ¿Un juguete de armar? –dijo para sí-. Enseguida, ni tardo ni perezoso, de su costal sacó una matraca.

Ahí sí que ya no me aguanté y salí de mi escondite para reclamarle: Óyeme, Santa, te pedí un juguete de armar, ¿a qué viene la matraca? La matraca –masculló- es un juguete de armar… de armar escándalo. Aquí la carcajada fue franca y tras ella vino el reclamo: ¿Qué haces aquí? Deberías de estar dormido.

Quise conocerte en persona –expresé con un extraño nerviosismo-. Cerciorarme de que existes. Se me quedó viendo al tiempo que le daba un trago a la copa que dejó mi padre. Sin decir palabra dio media vuelta y volvió a orinarse en el árbol, incontinencia urinaria senil, pretextó.

Continuará el próximo jueves…