Sin duda alguna Heberto Castillo Martínez, está en la Historia de México, como uno de los hombres más íntegros, limpios y generosos de la segunda mitad del siglo XX
Escribo lo que usted me hace favor de leer el lunes 2 de octubre, en el quincuagésimo quinto aniversario de la matanza de Tlatelolco. La frase con la que encabezo mi texto es del General Lázaro Cárdenas. Se la dijo al ingeniero Heberto Castillo Martínez, cuando éste huía del gobierno represor de Díaz Ordaz, quien lo consideraba un sedicioso delincuente.
El 27 de agosto de 1968, al final de una de las grandes manifestaciones que hubo ese año, a nombre de la Coalición de Maestros de Enseñanza Media y Superior Pro Libertades Democráticas, pronunció un discurso de apoyo total al Consejo Nacional de Huelga, cuya dirección era exclusivamente de estudiantes. Sólo tres profesores, entre ellos el ingeniero, formaban parte del Consejo, con derecho sólo a voz y no a voto.
El discurso causó la irritación y el enojo del poder. Al día siguiente, al llegar a su casa, en el Pedregal de San Francisco, cinco agentes esperaban a Heberto con órdenes de presentarlo ante el general Mendiolea, “que quiere hablar con usted”. El “general” Raúl Mendiolea Cerecedo, no llegaba a general, era Mayor de Infantería, usurpaba el título por ser subjefe de la policía del DF. Pero el momento no era propicio para entrar en alegatos sobre la legitimidad del cargo.
Sabedor de lo que él esperaba, el ingeniero intentó huir y pese a la golpiza que le infligieron los enviados del “general postizo”, pudo escapar. “Corrí y me perdí entre las rocas del pedregal, que conducían a la Ciudad Universitaria”.
Unos estudiantes de veterinaria, lo llevaron a los servicios médicos donde fue curado de la golpiza. Los estudiantes lo cuidaban mientras se reponía, pero el rector Javier Barros Sierra, le hizo ver que el hospital no estaba, precisamente en CU, sino en los linderos con Copilco, lo cual era peligroso. De ahí salió en el auto del Jefe de Servicios Médicos del Hospital.
Sin embargo, el general Cárdenas, le sugirió refugiarse en la Ciudad Universitaria, pues ésta, en su opinión, no sería tomada por el Ejército. Regresó y pasó unos días de relativa tranquilidad hospedado en la Facultad de Medicina, donde supo de la gran manifestación silenciosa del 13 de septiembre. Fue el 18 del mismo mes cuando, contra todos los pronósticos, el Ejército se cubrió de oprobio al invadir CU.
Comenzó ahí, para don Heberto, un largo y peligroso tráfago. Tres días con su noches, caminando con cautela, sin comer, entre la lluvia y la desconocida naturaleza abrupta de Ciudad Universitaria. Por fin consiguió quien lo llevara a casa de una familia amiga y de ahí en la cajuela de un auto, hasta la casa del profesor Emilio Krieger quien lo hace sentirse como en su casa. Sabe que su familia, recibe ayuda, por medio de interpósitas personas, de don Lázaro. En esa casa se entera de la matanza del 2 de octubre y de la suerte de sus compañeros. Las circunstancias lo hacen huir; va de un refugio a otro y de una casa a otra. Hasta que el 8 de mayo de 1969 fue aprehendido y trasladado a Lecumberri donde permaneció hasta 1971. Al salir de prisión formó el Partido Mexicano de los Trabajadores, antecedente del PRD y de Morena.
Sin duda alguna Heberto Castillo Martínez, está en la Historia de México, como uno de los hombres más íntegros, limpios y generosos de la segunda mitad del siglo XX.
Pudiendo ser millonario porque era un brillante ingeniero, inventor de un sistema de construcción, prefirió luchar dignamente por los oprimidos de la patria. Por eso traigo su recuerdo en un día como hoy.
Punto final
Imaginen la escena: Raúl Mendiolea, echando espuma por la boca regaña a sus cinco enviados. ¡No es posible que entre cinco no hayan podido con un pinche profesor! Ustedes no son hombres, ni agentes policiacos.
– Ni usted general.