Minuto a Minuto

Internacional Perros robóticos con rostros de Musk, Bezos y Picasso acaparan la atención en Art Basel
El artista Beeple presentó en Art Basel Miami Beach perros robóticos con cabezas de figuras como Musk y Warhol en su instalación 'Regular Animals'
Internacional Andrea Bocelli da concierto en la Casa Blanca para Trump y sus aliados
Andrea Bocelli ofreció un concierto en el Salón Este de la Casa Blanca, donde Donald Trump lo presentó destacando su “voz de ángel”
Entretenimiento Manuel Serrat recibe un doctorado honoris causa que fortalece su “cadena de amor” por México
Joan Manuel Serrat recibió en Guadalajara el doctorado honoris causa de la UdeG como reconocimiento a su trayectoria, en el marco de la FIL
Internacional Mapa de Indiana aprobado favorece al partido de Trump de cara a los comicios 2026
La Cámara de Indiana aprobó un nuevo mapa que daría dos escaños más a los republicanos, pero el Senado estatal aún no lo ratifica
Nacional Fiscalías acuerdan trazabilidad de armas y mejora de datos sobre delitos
La Fiscalía General de la República realizó en la Ciudad de México la LIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Nacional de Procuración de Justicia

Hay un pequeño libro de sonriente historia sobre Nueva York que tiene el mismo título de esta columna: The Good Old Days – They Were Terrible.

Lo recuerdo porque he leído una elocuente descripción de lo que fue Ciudad de México entre 1810 y 1850, lapso que se antoja enorme, pero en el cual la ciudad apenas cambió: ni en el número de sus habitantes, ni en el esplendor de sus palacios, ni en la tenacidad de las miserias de su vida cotidiana.

En aquella que Humboldt llamó “la ciudad de los palacios”, era difícil vivir y sobrevivir.

Tanto, que su población apenas creció durante 40 años, salvo en los años de la guerra de Independencia, 1810 a 1821, cuando fue refugio de quienes huían de la violencia que asolaba sus inmediaciones.

La ciudad tenía 170 mil habitantes en 1810, básicamente los mismos en 1850, y no era el lugar más saludable para vivir.

La crisis permanente de las finanzas públicas a partir de la Independencia, en 1821, no permitió por décadas invertir en drenaje, agua potable, alcantarillas, y por las mismas calles donde se alzaban espléndidas casas, iglesias, conventos y palacios, corrían los miasmas de los desechos domésticos que se lanzaban de los balcones y los portones con el solo grito preventivo de “¡Aguas!”, expresión que permanece en el español mexicano como sinónimo de “¡Cuidado!”.

Una consecuencia terrible de aquel estancamiento, ahora que vivimos en los tiempos del coronavirus, es que en la notable ciudad de aquellos años siempre eran tiempos de epidemia. Los hubo de escarlatina en 1822, 1825, 1838, 1842, 1844 y 1846. De sarampión en 1822, 1826, 1836 y 1848.

De viruela en 1825-26, 1828-30, 1839-40. Sin ser epidemias propiamente dichas, el tifo, la tifoidea y el cólera morbus cobraban anualmente su cuota de muerte.

Era una ciudad violenta, tomada en las noches por el crimen y en el día por catervas de pobres semidesnudos, llamados léperos, que tocaban puertas y ventanas pidiendo limosna y comida.

En 1840 tenía 61 iglesias, 23 monasterios y 15 conventos. Alojó 20 gobiernos distintos, 20 presidentes, entre 1821 y 1851*. _

* Eric Van Young: “A Life Together: México y Lucas Alamán”. Yale University Press, pp. 139 y ss.