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Un buen tema para víspera de la fecha consagrada a la conmemoración de los fieles difuntos, es el que surgió por la presentación de la Instrucción “Ad resurgendum cum Christo”, manifestada el pasado 25 de octubre por la Oficina de Prensa de la Santa Sede con la intervención del Cardenal Gerhard L. Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Durante mi infancia fui educado en el catolicismo. Tanto en el colegio de los hermanos lasallistas como en el catecismo y en las homilías de los sacerdotes se nos decía que el cuerpo de una persona difunta debería ser enterrado completo, jamás mutilado o incinerado; porque con la muerte, el cuerpo se separa del alma, el alma va al encuentro con Dios —dogma de fe—; el cuerpo, como cualquier materia orgánica, se somete a un proceso de corrupción —de ahí que haya quien piense que la corrupción además de cultural, es inevitable, dogma del PRI—. (Perdón por la digresión).

Continúo con el católico dogma de fe: Cerca de Dios, nuestras almas están esperando el momento de reunirse con nuestros cuerpos glorificados; eso sucederá en la resurrección. (Pienso que también de ahí viene la costumbre de vestir a los cadáveres con lo mejor de su ropertorio: neologismo creado por el escriba que significa el conjunto de prendas de vestir guardadas en un ropero).

¿Cómo resucitarán los muertos? Esta pregunta es una de las dos medulares del dogma religioso: misterio que no podemos entender con la razón, sólo aceptar mediante la fe. La otra es: ¿Cuándo resucitarán?

Muchos años, viví con la idea de que la Iglesia Católica ordenaba que los muertos fueran enterrados en un panteón. Así fueron inhumados mi abuela, mi padre y mi madre —aquí citados por orden de desa-parición—. Un día, mis hermanas practicantes católicas me anunciaron la cremación de los restos de nuestros ancestros y el reposo de sus cenizas en una cripta. ¿La Iglesia permite eso? —pregunté—. Ya lo permite —me dijeron—. Las cenizas están depositadas en los Mausoleos de la Capilla de la Luz.

Posteriormente supe que se vendían nichos en la Basílica de Guadalupe y en otros templos católicos. Posiblemente la sobrepoblación en los panteones hizo que la Iglesia diera un paso atrás sobre su mandato, cosa que le permitió hacer un buen negocio con la venta de nichos y criptas.

De “Ad resurgendum cum Christo”, el documento referido al principio de esta columna, entresaco lo siguiente: “La Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado oportuno publicar una nueva Instrucción con un doble objetivo: reafirmar las razones doctrinales y pastorales sobre la preferencia de la sepultura de los cuerpos y emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de cremación (…) La Iglesia, sigue recomendando con insistencia que los cuerpos de los difuntos se entierren en el cementerio. En memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor, la inhumación es la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal (…) Si se opta por la cremación, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia (templo). (…) No está permitida la conservación de las cenizas en el hogar (…) Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no se permite la dispersión de cenizas en el aire, en tierra o en agua”.

No faltará algún mal pensado que considere que la nueva instrucción de la Iglesia Católica sobre la cremación tiene más motivos pecuniarios que religiosos. ¿Por qué tanta prohibición?

Según el dogma de fe del catolicismo referente a la resurrección de los muertos; ésta se llevará a cabo con motivo del fin del mundo, el día del Juicio Final, cuando Dios juzgue a toda la humanidad, según sus obras. Por eso no se permitió, hasta relativamente hace poco tiempo, la cremación de un cuerpo para evitar su de-saparición. Hasta que el alto clero vislumbró el negocio de las criptas y se justificó: Dios con su poder infinito va a poder, sólo con las cenizas, siempre y cuando éstas estén en un lugar controlado por nosotros, reconstruir y apartar los cuerpos para entregárselos a su correspondiente alma para su resurrección. Lo que no vamos a permitir —agregaron los jerarcas católicos— es que el Señor tenga que meterse a los hogares a buscar cenizas; tampoco queremos que se ponga a juntar cenizas propagadas por el viento, seguros estamos de que con su omnipotencia lograría separarlas y reconstruir los cuerpos, pero, probablemente, por el esmog los cuerpos queden ahumados y sucios. En cuanto a las cenizas echadas a los ríos, lagos o mares, les tenemos una mala noticia: el Espíritu Santo vuela pero no sabe nadar.

Lo que va a estar cañón es cómo juzgar a toda la humanidad. Según calcula Carl Haub, catedrático en demografía de Conrad e investigador del Population Reference Bureau (PRB), hasta julio del 2012, habían muerto en la historia de la humanidad 106,456’367,669 personas y estábamos vivas 6,215’000,000. Supongamos que el mundo se hubiera acabado en esa fecha; a pesar de que los juicios hubieran sido orales y tipo alcohólicos anónimos (expeditos), ¿cuánto tiempo necesitaría Dios para juzgar a 112,671’367,669 personas? ¿Cuál hubiera sido el procedimiento para juzgarlas: por fecha de muerte, por orden alfabético o por estaturas?