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Durante las dos semanas de viaje a esa forma del más allá que es la República Popular China, no leí prensa mexicana. Llegando, me sumí gozosamente en ella.

He revisado a mis columnistas favoritos, hojeado titulares y notas destacadas, repasado caricaturas. Lo hice con avidez de forastero sediento, aunque terminé con frustración de goloso escarmentado, harto del mismo platillo áspero.

Recordé la frase de García Márquez al final de una comida fragorosa en la que no había pronunciado una palabra. Dijo: “No puedo entender que gente a la que le ha ido tan bien en la vida hable tan mal de la vida”.

Nadie puede dudar de los tiempos de vacas gordas que ha vivido en la democracia la prensa mexicana. Es clara la abundancia y diversidad de medios, la libertad no siempre ganada, pero rumbosamente ejercida por dueños de medios, columnistas y comentaristas, el infaltable filo crítico de notas y artículos, el ejercicio cabal del más triste y verdadero dicho del oficio periodístico: “Las buenas noticias no son noticia”.

La prensa mexicana suda malas noticias y juicios fulminantes: irritación, desencanto, reproches, desahogos.

Es un microcosmos de mal humor creado por los miembros de una de las profesiones mejor pagadas y más escuchadas del país, la de los periodistas.

Nadie habla tan mal del camello mexicano y de sus camelleros como la prensa mexicana, trabada en una especie de competencia sobre quién habla peor.

Nadie investiga realmente al camello, se habla mal de él por principio, como descontando que el camello no solo está mal, sino que es lo peor que ha estado nunca, y va para peor.

El problema de esta paliza rutinaria del camello es que, tomada junta, como yo en estos días, acaba siendo una caricatura. Leyendo, leyendo, pasé de la irritación al tedio y del tedio a la risa. Cuando la derogación del camello alcanzó a la prensa misma, pasé de la risa a la carcajada.

Porque resulta que esta prensa que no sabe sino flagelar al camello, en realidad es una prensa complaciente, controlada por el camello mismo.

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