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De haber sabido que desde hace poco más de un año la joven hija de un amigo aficionado al futbol tenía la solución para el problema ético del ominoso coro “Eeeh… ¡putooo!”, la habría publicado aquí, y tal vez la Federación Mexicana no tendría que apelar contra las multas que le ha impuesto la FIFA.

Sería innecesario esperar que las amplias capas de la población que asumen tal ofensa como parte incorregible de “lo mexicano” se critiquen y se reeduquen.

El remedio no está en los tumultos que gritan desde las gradas protegidos por el anonimato, en el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación o en las instancias disciplinarias futboleras ni en las campañas televisivas con súplicas de algunos seleccionados, sino en el jugador en poder de la pelota (como en las ligas de Europa, cuando se le gritan insultos racistas a jugadores negros).

Bastaría con que, al primer insulto, cualquiera de los 22 jugadores o uno de los tres árbitros parara el balón y, de repetirse el agravio, se suspendiera el juego… y no se devolvieran las entradas.

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