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El sábado pasado en Laberinto, suplemento cultural del periódico Milenio, en la columna “Toscanadas”, su autor, David Toscana, dedicó su trabajo al escritor albanés Ismaíl Kadaré (1936), en quien, según su decir, el autor de la columna piensa cada año cuando está por dilucidarse el ganador del Premio Nobel de Literatura.

Por medio de Toscana me entero de que Kadaré —quien navega en la profunda y descomunal laguna de mi ignorancia literaria— tiene una novela titulada El nicho de la vergüenza. La acción sucede en tiempo del imperio otomano y en el susodicho nicho se “exhibían las cabezas cercenadas de visires rebeldes o altos funcionarios caídos en desgracia”.

La reseña de la novela llevó a don David a comparar a los visires rebeldes y a los altos funcionarios otomanos traidores al imperio con nuestros gobernantes cubiertos de oprobio, merecedores, aunque sea metafóricamente, de la decapitación.

Me voy a permitir ilustrar al señor Toscana con una decapitación simbólica e incruenta ocurrida recientemente en nuestro país. Sucedió en Veracruz, donde el gobernante oprobioso fue castigado con la pérdida de sus derechos partidistas y puesto con un pie en la puerta de salida del partido que le dio la oportunidad de ser trompudo pero no marrano.

Según la novela, cuenta Toscana, en el nicho sólo podía permanecer una cabeza, la cual tenía que ser sometida a un proceso de embalsamado y maquillaje para conservarla en buen estado hasta que llegara la testa del siguiente condenado.

En la versión incruenta a la mexicana lo que sobra son cabezas que seccionar, sólo que éstas más que embalsamadas, están benditas y maquilladas por el Supremo dedo del Sultán de Atlacomulco. Razón por la cual únicamente de vez en cuando surge, por ahí, alguna cabecita de chivo expiatorio; también se podría hacer alusión a un pez gordo, pero, para sorpresa de todos, el pez gordo se puso a dieta.

El texto de Toscana aprovecha un punto y aparte para alejarse del imperio otomano y del siglo XIX y situarse en nuestro territorio y en el siglo XXI para expresar: “Junto a la rotonda de las personas ilustres, ya nos va haciendo falta un nicho de la vergüenza, pues así como hay que recordar a los grandes personajes de la historia, también es bueno tener memoria para los villanos. A la rotonda se pueden llevar homenajes, flores y loas; al nicho, piedras, insultos y escupitajos”.

Cuando leí lo anterior, en mi mente se gestó una idea. Surgió de dos vertientes: una, el párrafo escrito por David Toscana, y dos, los enunciados pronunciados por el presidente Peña Nieto el pasado jueves al inaugurar la Semana Nacional de la Transparencia. Helos aquí: “Porque este tema que tanto lacera, el tema de la corrupción, lo está en todos los órdenes de la sociedad y en todos los ámbitos (recordemos que ya una vez el de la voz nos dijo que es un fenómeno cultural). No hay alguien que pueda atreverse a arrojar la primera piedra. Todos han sido parte de un modelo que hoy estamos desterrando y queriendo cambiar”. (Un paréntesis para hacerle ver al presidente o a quien le escriba sus discursos que en la primera oración utiliza el adjetivo todos en dos ocasiones. En seguida se excluye, su impoluto manto de figura presidencial no le permite incluirse, le impide utilizar la primera persona del plural para decir: hemos “sido parte de un modelo que hoy estamos (aquí sí se incluye) desterrando y queriendo cambiar”.

Al margen de la indebida exclusión del presidente, que hasta ha pedido perdón por su falta de transparencia, va mi idea, la cual parte de la seguridad de que no todos los ciudadanos mexicanos son corruptos. Con esa creencia, yo invito a todos aquellos que puedan tirar la piedra pedida por Peña Nieto a arrojarla en la glorieta de la palmera. Dicha glorieta está en Paseo de la Reforma, después de la Diana, el Ángel y antes de llegar a la estatua de Cuauhtémoc, a la altura de Río Rhin y Niza. Sólo hay que pasar por el sitio y tirar una piedra.

Nadie que haya hecho negocios con el gobierno o usufructuado un cargo para sacar dinero podrá tirar ni siquiera un grano de arena. Sólo algunos ciudadanos que hayamos sido corruptos en dar mordida para no pagar una infracción de tránsito o agilizar un trámite, me incluyo, podremos eliminar este estigma haciendo un firme propósito de enmienda y cargando una piedra de más de 5 kilos desde el Ángel. Además, la mordida por la que purgamos nuestra penitencia no debe haber rebasado cinco salarios mínimos de la época (hoy son 365.20), digamos un redondeo hasta los 400 pesos.

¡Mucho ojo! Puede suceder que el Gobierno de la CDMX prohíba tirar piedras en dicha glorieta, para lo cual tendremos que darles para los chescos a los vigilantes.

Fe de ratas

Tiene razón el lector Horacio Corral de Monterrey, Nuevo León; en mi columna del pasado jueves, luego de opinar y hacer ver al lector que la liquidación de Enrique Ochoa Reza por renunciar a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) no era legal, dos párrafos adelante escribí que era legal pero no ética. Debí de escribir: “En el supuesto de que la liquidación fuera legal, no es ética”.