Elecciones 2024
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He leído las páginas arrebatadoras de Jean Meyer sobre el martirio cristero, las inspiradas páginas que nadie debe perderse en el tercer tomo de su extraordinaria historia de La Cristiada. (Siglo XXI Editores, Vol. 3, pp-297- 323).

Quien lea esas páginas entenderá por qué Roma vuelve una y otra vez a esos años terribles y por qué ha recogido en ellos a la abrumadora mayoría de los santos mexicanos.

Vistos desde el interior de su fe, los cristeros representan un momento único de la historia religiosa, son un recordatorio cabal, en pleno siglo 20, de la llana entrega de la vida por la fe atribuida a los primeros cristianos.

La suspensión de los sacramentos, antes que la persecución política, echó a estos campesinos del occidente y el norte de México a la rebelión. En muchos sentidos buscaban más la muerte que la victoria, pues la muerte era para ellos una señal de salvación, la prueba de que eran del plan de Dios para el advenimiento de su reino.

“Qué fácil está el cielo ahorita, mamá”. Esta frase multicitada del beato Joselito, el joven cristero asesinado en Sahuayo y santificado en estos días, era moneda corriente en la Cristiada, abundante de madres que mandaban a la guerra a sus hijos únicos, y recibían la noticia de sus muertes con lágrimas mezcladas de pena y de gozo.

Durante los tres años de su rebelión, (1926-1929), la grey cristera vivió una experiencia única, del todo inesperada, que iluminó sus vidas con un resplandor sangriento y sobrenatural.

Su aventura, dice Meyer, “más que una cruzada es una imitatio christi (imitación de Cristo) colectiva… De pobres diablos insignificantes, se convierten en mártires”.

El jefe cristero Aurelio Acevedo dijo a su confesor: “Si voy a morir por Cristo, no necesito confesarme”. Años después le explicó a Meyer: “La mayoría de nosotros pensaba igual. Es el bautismo de sangre, que dicen que es mejor que el bautismo ordinario”.

Concluye Meyer: “El pueblo, aislado de la fuente sacramental, se daba el sacramento global del sacrificio cruento”.

Si el espectáculo descrito por Meyer es conmovedor para un lector laico como yo, entiendo que sea un imán irresistible para los creyentes y para los ojos atentos de Roma.

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