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Lo he dicho, seguramente en otras barbacoas, que en mi regiomontana adolescencia -que yo también disfruté una- pasaba horas en la biblioteca Benjamín Franklin leyendo libros de Antoniorrobles, alias el Rompetacones, Verne, Salgari y otros rufianes de aventuras, y al mismo tiempo aprendiendo inglés tratando de descifrar los diálogos de Tennessee Williams, Arthur Miller y hasta Eugene O´Neill.

Lo que yo más disfrutaba, sin embargo, eran mis visitas a la librería Cosmos, de don Alfredo Gracia, refugiado español y librero de los de antes, promotor de la cultura en el noreste, mecenas de tantos pintores regiomontanos y adoptados, y fuente de seducción por las letras y las artes. Por la librería en las calles del Padre Mier, desfilaron y disfrutaron de su charla y generosidad, muchos pintores de gran prosapia y uno que otro poeta, como Pedro Garfias, que se echaba sus copas en el hermoso bar del hotel Ancira.

Don Alfredo Gracia no vendía libros. Te introducía y guiaba a su embrujo. A mí, entre otras gracias, me llevó a la poesía de Angela Figuera Ayrmerich. “Tanta belleza, cruel, tanta belleza”.

Lejana la adolescencia, yo ya no disfruto entrar a una librería de las de hoy, por tres razones: la primera es el alud de títulos seductores y temas inevitablemente interesantes que ahí se ofrecen impúdicos: tanto, le digo a Renata, nuestra hija menor, que si yo viviera 20 años más y no hiciera ninguna otra cosa que leer los libros que me enamoran, la vida se me iba a acabar antes que la lectura.

La segunda es que en la avalancha de libros que se publican todos los días, viene una demoledora pregunta: ¿dónde está el libro que te has prometido toda tu vida escribir?

La tercera es que don Alfredo Gracia ya no existe.

En cualquier tienda de libros, si uno pregunta por un autor o título, la dependiente -nunca mejor usada la palabra- tiene que teclear en la computadora para informarnos que El Proceso, Crimen y Castigo, Madame Bovary o cualquier otro gigante, se encuentran en el pasillo 22, están agotados, o hay un ejemplar en la sucursal de Guanajuato.

El señor Gracia no solamente sabía en qué estante estaba el Romancero Gitano, sino que podía recitar aquello de las cinco en punto de la tarde, la espuerta de cal ya prevenida porque lo demás era muerte y sólo muerte, a las cinco de la tarde; o mejor aún el ruego: “amor de mis entrañas, viva muerte,en vano espero tu palabra escrita y pienso, con la flor que se marchita, que si vivo sin mí quiero perderte”.

Siendo adolescente, joven, o lo que uno quiera ser, ¿cómo chingados no enamorarse de la poesía?

El domingo terminó la Feria Internacional del Libro en Monterrey. Me dejé envolver por la multitud entre los puestos de literatura, aunque yo no sea afín de las masas o de las misas: prefiero las mozas, las mesas y las musas. Me dio sin embargo, harta alegría que entre tanta gente aún persista la curiosidad por leer un libro, cualquiera.

El trabajo de don Alfredo Gracia no fue en vano.

Y sobre todo, me place poder contradecir en la memoria la frase que se atribuye  a José Vasconcelos (no dudo que sea cierta) de que “donde termina el guiso y empieza a comerse carne asada, comienza la barbarie”.

PILÓN: PARA LA MAÑANERA DEL PUEBLO (porque no dejan entrar sin tapabocas): El júbilo por la reconocida debacle del PAN y el PRI es lamentable, aunque tenga sustento.

Nuestra sociedad, que no es uniforme, y el mismo sistema priísta retocado que nos gobierna, tiene que entender que requiere de una oposición inteligente, crítica, sólida y confiable.

De otra forma, aceptemos el absolutismo.

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