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Para que México pueda cumplir con todo lo que promete ser uno de los 10 países más atractivos para la inversión global, el actual régimen político no debería ser más que un accidente de la historia, de lo contrario ese sueño se acaba.

Son controvertidas las encuestas sobre las preferencias que hay de invertir en México, algunas como la de PwC ubican justo a nuestro país como el único destino latinoamericano favorito para la inversión y en uno de los 10 lugares privilegiados del mundo.

En el centro de las preferencias por México está su posición geográfica y la coyuntura única de la relocalización de las cadenas productivas.

Pero hay otros estudios que sitúan a México fuera de la lista de los 25 países preferidos por los inversionistas para traer sus recursos, como en la que elabora la consultora Kearney.

En ese Índice de Confianza de Inversión Extranjera Directa 2023, México está relegado por el manejo gubernamental del sector energético y porque el gasto público no está orientado hacia la inversión productiva. Además, claro, del capítulo que engloba la desconfianza empresarial.

Más que contraponerse, los resultados se complementan para contarnos una historia. El régimen actual es claramente responsable de ahuyentar inversiones por sus políticas públicas, pero el ampliamente discutido nearshoring es una oportunidad única y dorada para hacer de México un polo de desarrollo que no podría ser ningún otro país de América Latina.

Una inversión nueva o ampliada, por ejemplo, en el sector automotriz, se enfoca a un escenario de largo plazo, supera la vista corta de los políticos y sus periodos sexenales.

México se había enfocado durante muchos años, desde finales del siglo pasado, en crear un ambiente de estabilidad macroeconómica, de respeto a las leyes, de una mayor institucionalidad y respeto a la democracia.

Las modificaciones legales apuntaban en la dirección de crear condiciones atractivas para las inversiones que al final de cuentas dejan recursos fiscales y empleos para el país.

Pero esa visión cambió repentinamente en el 2018 y lo que era un estridente y a veces estorboso ruido opositor se convirtió en una forma de gobierno que a lo largo de más de cinco años claramente no ha dado resultados.

La expectativa que hoy tienen muchos inversionistas, que claramente se había perdido casi por completo al principio de este sexenio, es que pueda haber conciencia social sobre lo que ha perdido México y se obligue por la vía electoral a un cambio, a un reencauzamiento de México hacia un camino que no sea autodestructivo como el actual.

Por eso, surgen otra vez las visiones optimistas sobre el potencial de México y la corrección del rumbo. Ni siquiera se hacen apuestas de un determinado resultado electoral, simplemente a que, quien sea que se alce con la victoria presidencial pueda recuperar todo ese sentido común perdido en la ceguera del poder autoritario.

México sí podría aprovechar todo ese potencial de ser un imán para las inversiones extranjeras directas, porque hoy tiene posibilidades sólo comparables con aquellas que le dieron paso al Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

Pero hoy también México tiene unos lastres ideológicos enormes ejecutados desde un poder autoritario que hay que dejar en la historia para no caer en un precipicio.