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He sentido encenderse la hostilidad en las redes sociales conforme crecía el debate sobre la consulta y el aeropuerto.

“Hostilidad” es una forma amable de llamar al alud de insultos que alguien puede recibir, en continuas andanadas, de parte de tuiteros que creen lo contrario que uno.

“Creen” es una forma amable de llamar al ánimo verbal fusilatorio que abunda en esas andanadas, vecinas del discurso del odio cuando no residentes del odio a secas.

Quisiera responder a algunas de las sandeces y las mentiras que me dicen por Twitter. Pero cada vez que voy a buscar quién me lo dijo, me encuentro con alguien que no da su nombre.

En mi ranking de mentira y tontería lleva la delantera en estos días un tuitero que me llamó “libanés lesbiano” y sugirió que me regresara a hacer daño a mi país. Naturalmente, era un tuitero anónimo.

La plaga de las redes sociales es el anonimato. El anonimato facilita que se siembre en las redes lo peor que una sociedad puede sembrar en su opinión pública: el discurso del odio y la legitimidad de la ignorancia.

Quien habla con su nombre se responsabiliza de lo que dice. El anónimo es impune. Pero a los anónimos de las redes les molesta mucho que les digan anónimos. Defienden su derecho al anonimato y a la impunidad.

Muchos creen que el anonimato es una forma de su libertad de expresión. Otros, que esa es la opción realmente democrática de las redes sociales: poder echar ahí lo que a uno se le ocurra sin medida ni costo alguno.

No hablo aquí de los bots, porque esos forman una entidad aparte: son los instrumentos de quienes se dedican a enturbiar las redes a favor de su causa.

Hablo del discurso del odio, que es el que me preocupa, porque el discurso del odio se alimenta de los que odian, y los que odian se alimentan mutuamente porque tienen en común creer que el digno de ser odiado es el otro.

El odio es un sentimiento bélico, el último de los sentimientos que necesita una democracia.