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Los mercados cerraron la semana pasada con un fuerte impulso ante la confirmación de que el Banco Central Europeo (BCE) iniciará en marzo un programa de estímulos cuantitativos (QE, por su sigla en inglés) mediante la compra de instrumentos de deuda públicos y privados por hasta 60 mil millones de euros mensuales.

Asimismo, el BCE mencionó que el programa puede ser extendido si para entonces la inflación se mantiene por debajo de su nivel objetivo de 2 por ciento. El programa durará, por lo menos, hasta septiembre del 2016, lo que implica que el monto total de inyecciones podría alcanzar mil 140 millones de euros.

En términos llanos, el BCE empezará a imprimir dinero y lo destinará a adquirir instrumentos de deuda públicos y privados, con el objetivo de bajar los costos de financiamiento y provocar una depreciación del euro que ayude a mejorar la competitividad de la eurozona y evitar un entorno de deflación.

El mercado recibió el anuncio con entusiasmo debido a tres factores principales: i) el monto anunciado fue superior a lo esperado; ii) aunque el programa tiene una fecha de conclusión tentativa, ésta está sujeta a una mejoría en los indicadores de inflación y iii) la decisión del BCE de dedicar una porción importante de los recursos a bonos de largo plazo.

Esta decisión del BCE no debe verse como un plan de rescate a los países más necesitados, ya que las posibles pérdidas en la compra de instrumentos gubernamentales serán absorbidas en su mayoría por los bancos centrales del país emisor de dichos bonos (el BCE absorberá 20 por ciento, mientras que el banco central del país emisor absorberá 80 por ciento).

Esta decisión del BCE es un paso fundamental y una condición necesaria, mas no suficiente, para que la eurozona pueda salir de su letargo económico. Sin embargo, este QE por sí solo no será suficiente para resolver las deficiencias estructurales en el marco económico y político de la zona euro que tienen sumido al bloque en una trampa de crecimiento.

El QE sin duda ayudará a restablecer la confianza en los mercados europeos de renta fija y mantener las tasas de interés de largo plazo en niveles muy bajos, además de contribuir a la depreciación del euro. La disminución en las tasas de interés le dará oxígeno a los países más endeudados y en teoría les podría dar espacio para aplicar una política fiscal menos draconiana, mientras que la depreciación del euro permitirá mejorar la competitividad de las exportaciones.

Asimismo, el QE debe contribuir a un aumento en la inflación, lo cual permite disminuir el valor real de la deuda pública y el déficit público como porcentaje del PIB. No obstante, el impacto del QE podría ser limitado si no es acompañado por un plan coordinado de estímulos fiscales, un plan de reformas estructurales de gran calado y un replanteamiento profundo de la relación entre los países de la periferia europea (como Grecia, Portugal, España e Italia) y Alemania que necesariamente tendrá que encaminarse hacia una mayor integración fiscal en el largo plazo. Sin estas medidas, cerrar la brecha de competitividad entre los países de la periferia y Alemania y mantener al euro como moneda única es reto muy complicado.

El BCE ha dado el primer paso fundamental para evitar una década perdida, pero si Europa no adopta medidas que aborden de manera frontal el problema de los desequilibrios competitivos entre los países ricos y los países pobres enfrentará una decisión entre décadas perdidas de crecimiento económico para el sur (y tal vez para el norte también) o una situación continua de desequilibrios entre el norte y el sur que deberán ser eventualmente financiados por el norte mediante transferencias fiscales. La salida de algún miembro de la eurozona sería una solución potencialmente catastrófica.