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Recuerdo haber leído una historia en The New Yorker sobre un rastro. Un hombre que ahí había trabajado años decía sentir una opresión en el lugar: la gravitación de los animales sacrificados.

Teresa Zerón-Medina ha escrito para Nexos dos crónicas de rastros mexicanos (https://bit.ly/2rQfyv7, https://bit.ly/2rQfyv7). En su escritura puede olerse la sangre y la indiferencia ante la sangre, la naturalidad de la matanza de otros seres vivos de que está hecha la historia del hombre.

Hay algo natural en que unos animales vivan de matar y comer a otros. La matanza industrial es parte de la misma cadena pero no deja de ser monstruosa en su mecanización y en su tamaño.

Los derechos de los animales forman el más reciente eslabón de los derechos civilizatorios. Me lo ha recordado un buen lector, Rodrigo Negrete, a propósito de la historia de la vaca polaca que se escapó del matadero y de la que di una noticia en mi columna del viernes pasado.

Escribe Negrete:

“Todavía estoy sacudido por la narrativa del holocausto animal cotidiano que describe Yuval Noah Harari en su ‘Sapiens: de animales a Dioses’. El combate a la crueldad es la clave del proceso civilizatorio y mientras no se resuelva el estatus en el que tenemos a los animales, no podemos esperar un salto cuántico en la psique humana.

“Filósofos en el mundo angloparlante como Mary Midgley y Peter Singer han reflexionado, con profundidad y pasión en esto desde los años setenta. Aquí en México creo que tu colega columnista en MILENIO, Paulina Rivero Weber, ha tratado de introducir este tema en el ámbito de las humanidades, no sé si con éxito ni tampoco qué tan acompañada. Como sea, se agradece enormemente que, en medio del vértigo de problemas y barbarie que vive el país, no se considere este tema como uno menor o como uno sin conexión con lo que sucede”.

Las crónicas de Teresa Zerón no cantan mal las rancheras en materia de poner a la vista lo que todos damos por sentado, pero a todos horrorizaría mirar: la matanza animal de que está hecha nuestra mesa diaria.

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