Elecciones 2024
Elecciones 2024

José Antonio Meade Kuribreña divide en tercios al proceso electoral. La primera etapa —propiamente la campaña— es una oleada de spots, debates, encuestas y guerra sucia que concluirá dentro de 15 días. Luego vendrá el “periodo de reflexión” contemplado en la legislación vigente, de 72 horas antes de las votaciones.

Dentro de la mampara, ante las urnas, los electores finalmente se expresarán sobre el rumbo del país. Hasta entonces —ha insistido el abanderado priista— podrá hablarse de las preferencias. El correlato de esa visión sobre la historia electoral es que las encuestas preelectorales no han sido útiles para registrar la intención de los votantes. Y allí están las altas tasas de rechazo a las entrevistas, las no respuestas. ¿El voto oculto?

La explicación de Meade implica, igualmente, que una amplia franja del electorado podría cambiar sus preferencias en los 20 días que le quedan a la contienda. Algunos creen que los “indecisos informados” —aquellos ciudadanos refractarios a la política, pero que tienen altos niveles de información— serán los que decidan, al final, el resultado. Otros suponen que los jóvenes primovotantes (4 millones de empadronados tienen menos de 21 años) lo harán.

¿Y entonces ya no vale la pena tratar de convencer a los apáticos, poco informados y poco politizados que no muestran intenciones de acudir a las urnas el próximo 1 de julio?

El candidato priista y su war room están convencidos de que los encuestadores que han privilegiado la publicación de las preferencias efectivas sobre el dato bruto al final no podrán sostener sus números. Mientras que los encuestadores ya revisan los históricos de participación en las elecciones previas para ajustar sus modelos de votantes probables.

Más que la intención de voto, ahora su prioridad es la estimación del abstencionismo. ¿Espiral de silencio o juego de esperanza? Los politólogos formados en Los Pinos que ahora capitanean algunas de las casas encuestadoras más recurridas por las empresas mediáticas prefieren hablar del efecto de arrastre (bandwagon effect), que otros simple y llanamente calificarían como oportunismo y que no es otra cosa más que ser políticamente correcto, subirse al carro del ganador.

¿Las encuestas generan ese fenómeno cognitivo? Las mediciones más recientes reflejan que sólo uno de cada cuatro entrevistados cree en los resultados de los reportes sobre las preferencias preelectorales en México. En la elección presidencial en curso, los agregadores de las mediciones publicadas —Oraculus, el más citado; pero también están los ejercicios de CEDE, El País y El Financiero-Bloomberg— pudieron haber ayudado a esclarecer ésta y otras interrogantes, respecto del rumbo de la elección. Los dirigentes políticos, más que la academia, han cuestionado su solidez metodológica y los intereses que estarían detrás de sus promotores, aunque pocos se han fijado sobre el patrocinio ni sus nexos con equipos de campaña.

Paradojas del escepticismo: los encuestadores entendieron que los políticos —muchos de ellos, sus clientes— les demandan hiperprecisión a la hora de publicar sus pronósticos. Y éstos, a su vez, trasladan la responsabilidad de la exactitud a los medios. Y de la verificación, a la autoridad electoral.

A 20 días de las votaciones, el consenso es unánime respecto del puntero de la carrera presidencial, mas no así en la definición del segundo y el tercer lugar. La ventaja de dos dígitos de AMLO sobre sus más cercanos perseguidores es incontrovertible, aceptan en el war room de José Antonio Meade, mientras que entre la cúpula panista e importantes hombres de negocios consideraban que la brecha era menor y por eso pugnaron por la declinación del que suponen iría en tercer lugar. Estas divergencias anularon los llamados al voto útil. Pocos demóscopos han apelado a “la mentalidad de rebaño” o al efecto borrego, como dicen en el INE.

Y la otra gran incógnita no resuelta por las encuestas es sobre los indecisos. El gran número de votantes que aún no han decidido el sentido de su voto, combinado con un malentendido fundamental sobre el margen de error, ha propiciado una extendida distorsión sobre el sentido y el significado de las encuestas. Y un debate superfluo sobre el voto estratégico.

Sin respuestas convincentes, los encuestadores han aceptado que sean las casas de apuestas aquellas que fundamenten los pronósticos de los opinadores. La tropicalización de FiveThirtyEight de ESPN resultó fallida, y más la versión local de Nate Silver. Por cierto, otras metodologías aplicables —las Murrey Math, entre ellas— ofrecen más certeza y exactitud.

¿Un alto porcentaje de votantes indecisos significa que cualquier candidato puede ganar la carrera? Sería un error asumir tal premisa, pero uno de los encuestadores preferidos en Los Pinos —Francisco Graue, de Pop Group— ha decidido salir públicamente a cuestionar a sus colegas y clamar que 50 por ciento de los votantes mexicanos son switchers. ¿Y qué dirá, si los indecisos finalmente se decantan por el puntero de la carrera presidencial?

En las antípodas, la discusión sobre la no respuesta. En esos terrenos pocos encuestadores quieren adentrarse.